viernes, 21 de febrero de 2020

CIUDADANA


Ciudadana
Claudia Rankine
Traducción de Raquel Vicedo
Pepitas
Logroño, 2020
171 páginas

“¿Ganaste?, me pregunta él.“No era un partido, era una clase.”

El espíritu pedagógico impera en estas páginas que parecen regirse por la batalla, o, para ser exactos, por una representación de la batalla. En este caso con el lenguaje por activo principal, como sucede con las reglas del juego en las simulaciones de lucha que son los partidos de deportes. El motivo para entrar en liza es el racismo, una expresión discriminatoria que se sigue viviendo con distinta intensidad, a veces hasta con olvido o con un respeto incoherente. Así lo expone Claudia Rankine (Jamaica, 1963) en diversos capítulos, en unos fragmentos a los que no se les escapa el lirismo. Ni tampoco la solvencia de lo postmoderno, de unas vanguardias propias de décadas anteriores, pero todavía solventes, siempre y cuando sus recursos estén en función de algo. En este caso, de una educación, la misma a la que nos debemos los demás: la que se empeña en guardar las rutas igualitarias, pese a quien le pese, sobre todo a un sistema que sigue hundiendo las raíces y el malestar en la lucha de clases.
El libro es más un documento que unas memorias, pero trabaja con la memoria. Y trabaja con una visión del destino que es necesario derribar: el hecho de que los atributos de cuna condicionarán nuestra vida. ¿Existe un destino previo? En la visión poética de Rankine se intuye que sí, como se intuye que no es inamovible. Al fin y al cabo, si algo nos rescatará de lo pernicioso, será la poesía. Escribir, escribir poesía, será, de nuevo, una respuesta a un trauma, un intento de catarsis condenado al fracaso, dado que el trauma es de largo aliento colectivo, y de carácter hereditario individual. No se trata de un golpe helado, sino del agotamiento que supone la constante alerta contra los actos de discriminación, no siempre voluntarios, pero siempre afectando a los mismos individuos. De alguna manera, el texto versa sobre la destrucción, porque nos habla de los momentos en que nos arrebatamos la propia humanidad. Y estos son demasiado frecuentes: las frases hechas, el acerbo popular, las malas intenciones, los entendidos comunes, el odio, las proyecciones del malestar, el fracaso del humor falsificado y hasta la autocompasión, la del ser y la de raza.
La intención es quedarse en la ciudadanía americana. Pero todos sabemos que Estados Unidos es algo más que el espejo del mundo: es la expresión de lo que nos espera, el humus de aquello en lo que nos hemos convertido.

miércoles, 19 de febrero de 2020

EL CODO DE LA TORCAZ


El codo de la torcaz
Damián Cordones
El Transbordador
Málaga, 2020
160 páginas

Al codo de la paloma torcaz se ataban los mensajes que pretendían hacerse llegar sobrevolando las filas del enemigo. Aunque el enemigo no tuviera nombre, fuera un riesgo sin definir, un espacio bajo el que habitan personas que no sabemos si son de fiar. Con esta desconfianza por sustrato, Damián Cordones (Arjonilla, Jaén, 1980) idea una novela de situación en la que somos conscientes de estar asistiendo a una batalla, pero desconocemos las medidas reales de la misma. Es una batalla de una escala bastante cotidiana: unos pocos resistentes aislados en un piso, contra unos pocos asaltantes que, aparentemente, van desarmados. Las herramientas de la lucha son las palomas y las drogas, incluida la sustancia con la que pretenden desintoxicarse. Pero esa, tal vez, no sea la esencia de la novela.
Como mencionamos, se trata de una novela de situación, en la que apenas avanza la acción y sí lo hace una suerte de flujo de conciencia. ¿Flujo de conciencia? La expresión resulta cómoda, pues está narrada en primera persona, pero la forma que adquiere no es la que estamos habituados: aquí el monólogo interior se va rompiendo, desmenuzando, pierde el hilo y resulta un tanto onírico y al narrador no se le permite divagar. Al principio de la obra se recuerda a Kafka, y nosotros añadiremos, por momentos, a Cortázar (y su Casa tomada) y a Carlos Castaneda y sus experiencias con el peyote. A lo que cabe añadir el mundo personal del autor, que se coloca dentro de un narrador encerrado y dibuja un paraje al que, por conveniencia, le atribuiremos los atributos que se atribuyen a la locura. Se trata de una locura de nuevo cuño, no algo propio de El Bosco o del realismo sucio. El relato está colmado de un miedo que no nos atrevemos a definir y una guerra cuyas intenciones se nos ocultan.
Lo que se genera alrededor del narrador es un laberinto, del que solo reconocemos las tuberías con sarro, un detalle que abunda y que configura, en la mente del lector, una idea de lugar desapacible. Intuimos, también, que estamos casi ciegos ahí dentro, que no podemos ver el mundo exterior, del que apenas sabemos nada a la espera de que llegue una paloma con un mensaje atrapado en el codo. La incomunicación se extiende por la novela, sin llegar a expresarse como denuncia. Es, más bien, una característica propia del submundo al que viajamos, ese en el que el narrador se expresa con una libertad característica del último hombre vivo sobre la Tierra, esa que se define a través de algún comentario: “Todo y cerrado son en realidad sinónimos. (Un tipo de sinónimos que Sawa denomina sinónimos de elucubración)”. Cualquiera de los sinónimos de elucubración -y todos a la vez- podría aplicarse a esta obra: divagación, digresión, vigilia, vela, reflexión, esfuerzo, fantasía…

miércoles, 5 de febrero de 2020

UN RÍO EN LA OSCURIDAD


Un río en la oscuridad
Masaji Ishikawa
Traducción de Esther Cruz Santaella
Capitán Swing
Madrid, 2020
170 páginas

El infierno son los otros, o no. El infierno es un laberinto de círculos, un retablo de monstruos, el fuego de azufre o una depresión. El infierno es algo que, a falta de una palabra más potente, está íntimamente ligado a la estupidez. De la estupidez brota la peor versión de la crueldad y la crueldad es un mal que se retroalimenta: quien lo ha probado lo sabe, la crueldad produce dopamina y genera una sensación de bienestar semejante a la de cualquier droga. Cuando se empieza a ser cruel, y uno se olvida de ello durante un tiempo, se le viene el mundo encima, sufre un síndrome de abstinencia que solo se alivia pisando hasta producir sangre. Frente a cualquier otro malestar, a esos acosos con que nos constriñe la existencia, el cruel, el estúpido, reacciona sacando lo peor de sí mismo, volviéndose más cruel, más estúpido. Solo así cabe explicarse este fenómeno que refleja, con tantísimo dolor, Masaji Ishikawa en uno de los libros más estremecedores que leeremos en mucho tiempo. Tal vez alguien le achaque que no se trata de una obra para todos los estómagos, pero no querer saber, y justificarlo en la sensibilidad, es una forma vulgar de cobardía.
Ishikawa es una persona con un fortísimo sentido familiar, y a él se va aferrando a medida que sucede el horror. En primer lugar, será la infancia bajo el yugo de un padre violento y borracho, un coreano refugiado en Japón y casado con una japonesa. Luego, a partir de los doce años, será el doloroso absurdo de Corea del Norte, un país donde los victimarios aprovechan el terreno esquilmado para hacer sufrir a las víctimas. Ishikawa cree estar huyendo de lo salvaje y se topará con el infierno, con todos los infiernos. Hasta tal punto que la miseria y el sufrimiento de la familia provocarán la humanización del padre, cuya alma no parecía tener rescate. Asiste a muertes y al sentido de culpa, que es otra maldición, otra versión del infierno. De hecho, en buena medida se trata de un libro psicológico, pues el reflejo de las reacciones, de los sentimientos, de las suposiciones, del sufrimiento y sus consecuencias, está siempre ligado, intuitivamente, a los efectos psicológicos. A uno le sorprende la capacidad de observación que mantiene Ishikawa a pesar de estar dedicando sus escasas energías a la supervivencia.
Se retrata la impotencia frente al dolor, la indefensión frente a la locura, la sencillez frente a la barbarie. Se traspasa, una y otra vez, los límites de lo humano, que son muy desconocidos por los idiotas, por los malvados, por los poderosos, por los que presumen de empuñar armas. Decir que la calidad de vida que expone es de perro humillado, sería un eufemismo. Las desgracias se concatenan, incluso superando las normas más elementales de la fidelidad animal: madres que abandonan a sus hijos, muertes absurdas, condenas al hambre y al frío sin otra justificación que no sea la desidia, y hasta desapariciones decididas por uno mismo. Corea del Norte, y sobre todo el mundo rural de Corea del Norte, es una tierra de muerte y terror. El viaje a que nos sometemos es un viaje que requiere valor. Y del que no saldremos ilesos. No hay un final, aunque quepa la posibilidad de una huida. Ni siquiera rezar facilitará una gota de consuelo, un segundo de reposo.

lunes, 3 de febrero de 2020

CAMPO DEL CIELO


Campo del cielo
Mario Quirós
Tusquets
Barcelona, 2020
199 páginas

Existe una forma de literatura de extrañamiento que se cobra su derecho a ser la más universal: aquella en la que el mensaje es tan claro como la capacidad de no entender nada. No queda patente como una minusvalía, pues es un narrador en primera persona, alguien que presencia, más que participa, en lo reflejado, quien nos habla, sino como un registro con el que empatizar. Ese lugar en el que se coloca el narrador, el mismo al que nos lleva y el punto de vista en el que nos implica, está indicando, con mucha clase, que ni él ni nosotros si estuviéramos allí, hubiéramos entendido nada. Tal vez porque no hay nada que entender. Tal vez porque todos los mundos, y sobre todo este en el que viven los personajes, son mundos pequeños y son mundos paralelos. Y son mundos por los que ha merecido la pena darse un paseo, aunque sea literario.
Mariano Quirós (Resistencia, 1979) ya nos había demostrado que es un narrador con clase y con algo que contar: que es complicado llegar a entender cómo ha sido el lugar y la humanidad de la que uno viene. Ahora nos regala este libro de relatos con el que viajamos a una localidad, Campo del cielo, que es una isla afectiva e impermeable a los tiempos que corren. O eso o, sin mentarlo, el tiempo en que suceden los relatos es parecido a aquel en que sucedían los de Onetti, Rulfo, Vargas Llosa o incluso Carver. Por un lado, podríamos pensar que están fuera del tiempo, que pertenecen al espíritu de la eternidad. Por otro, que esa ausencia de internet, teléfonos móviles y todo lo allegado al capitalismo de atención (léase Tinder, Facebook, Netflix, Google, etc.) es intencionada, es un viaje en el tiempo, un regreso a una época en que las relaciones humanas pasaban, sí o sí, a ser el primer plano sensorial en nuestras prioridades, en nuestras riquezas y en nuestros problemas.
De hecho, en Campo del cielo lo más novedoso y lo más evolucionado que ha sucedido es una caída de meteoritos hace cuatro mil años. Y estos meteoritos son casi la única intervención exterior sobre este paraje cerrado, de una claustrofobia meditada: los personajes tienen opción de salir, pero, tristemente, eligen el encierro. Se trata de seres casi extraños; niños, adolescentes, jóvenes, gente siempre en formación, algo homúnculos, como si la humanidad no pudiera cuajar en Campo del cielo, pero sí apuntara a ser de alto grado. Lo fantástico será lo ordinario: los familiares se desconocen con el mismo tipo de carencia de entendimiento que existe entre desconocidos, no entre personas que no se entienden. De esta manera, con narradores en crecimiento, pero dotados de pulso literario, nos vamos quedando en una región endogámica también en lo moral. Se trata de un pueblo de perdedores, gente salvada, o casi salvada, por la literatura, por la imaginación de Quirós. Se trata de una obra coral, una suerte de novela de situación teatralizada como un puzle de piezas bastante cerradas, porque los relatos son circulares, como debe ser una pieza corta. A lo que hay que añadir el estilo depurado de Quirós, esa escritura que casi nos da la sensación, de tan natural, que es la de alguien carente de estilo, al menos en este país en el que por estilistas se entienden a los barrocos de la prosa.