La casa de los lamentos
Helen Garner
Traducción de Alba Ballesta
Libros del K.O.
Madrid, 2018
300 páginas
“Ay, Dios, que sea un accidente.”
La frase la suelta, sin rubor, Helen Garner (Geelong, Australia, 1942) al
principio de su obra maestra La casa de
los suspiros. La situación es muy comprometida y se propone llegar con la
crónica allí donde no pueden llegar los jurados ni el sistema al que están
sometidos. La misión de los miembros del jurado será tomar una decisión
ateniéndose a las pruebas, sin que les deba importar las consecuencias para el
reo. La de Helen Garner es una disquisición ética, pues en ningún momento, y en
contra de lo que cree la mayoría, acepta que un padre haya asesinado a sus tres
hijos. La situación es comprometida: un coche que se hunde en una balsa de agua
de siete metros de profundidad, por la noche, y del que consigue escapar el
padre, abandonando a sus hijos a la suerte de las aguas. Se supone que el
periodista debería ser imparcial, pero una mujer como Helen Garner, que siempre
se ha identificado con los miserables, con los humillados y ofendidos, quiere
poner su deseo por delante de la realidad. Al fin y al cabo, ha cumplido
sesenta años hace un tiempo y se ha asegurado, a lo largo de su carrera, de
tener bien amortizada la credibilidad, incluida la del cronista. El desafío de
la objetividad ha quedado al margen, como una experiencia innecesaria, como un
trámite absurdo. Lo que importa es que el relato contenga un trozo de vida, por
mucho malestar que eso le provoque, y que provoque también al lector. La vejez
le está sentando bien, colocando arrugas minúsculas en un rostro de labios finos
que sabe sonreír.
Durante mucho tiempo seguirá el caso en los medios y en los juzgados,
presentándose con rigor hasta el fallo del tribunal de apelación. “Con
frecuencia, durante los siete años siguientes, me arrepentiría de no haberles
rezado aquel día y haber seguido mi camino”. Pero el miedo confeso es demasiado
extenso, es un miedo a la tristeza, tal vez el miedo más arrogante y oxidado al
que nos enfrentamos cada día. La sensación que tenemos al leer esta larga
crónica es que Garner siempre tiene presente, en su imaginación y en su
memoria, la Oda a la inmortalidad de William
Wordsworth: Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la yerba, / de la
gloria en las flores, / no debemos afligirnos / porque la belleza
subsiste siempre en el recuerdo…
En un momento en que un miembro del jurado decide abandonar su función,
confiesa que sintió pena por él: “Desde su anhelo del factor humano, limitado
como estaba a la más restringida versión de las pruebas, debió de sentirse
superado por la curiosidad. Como sus compañeros, como nosotras, se esforzaba
por construir una identidad y un lugar significativo para cada persona implicada
en la misteriosa trama de la historia”. Será ese “factor humano” lo que la
lleve a seguir con ansia, sobre todo, las intervenciones del abogado defensor,
un auténtico gato panza arriba, un hombre que debe olvidarse de cualquier
esplendor en la hierba para intentar forjar un futuro alejado de la cadena
perpetua a su cliente. Alguien que, como ella, se cuestiona el sistema
jurídico, que es tanto como cuestionarse la justicia de esta sociedad que hemos
construido, tan llena de deformaciones, tan irreal si uno es capaz de saltarse
las normas de la conciencia, que son una imposición de reglas de convivencia,
con frecuencia carentes de moral. Apela Garner a la empatía, una y otra vez,
frente a la contundencia de las pruebas y los testimonios. Construye un libro
sobre las emociones, en el que a ella solo le cabe especular, en el que
confiesa que le faltan demasiadas piezas y no comprende que quienes se sientan
en los distintos banquillos del jurado no sientan idéntica agitación: “me
embargaba un sentimiento para el que no tenía nombre, aunque, por extraño que
parezca, se parecía a la vergüenza”, llega a pensar tras un intercambio de
opiniones con la joven que la acompaña a lo largo del primer juicio. Su
compañera está convencida de que desde el primer día los periodistas, también
al servicio del sistema, tomaron partido, de que no es necesario el juicio,
pues ya están servidos los inamovibles prejuicios: “Tienen que trabajar muy
rápido”, la responde, “quizás por eso toman partido tan pronto. Nosotras somos
diletantes. Tenemos tiempo para darle vueltas”. Y de nuevo nos enfrentamos a lo
peor de nosotros mismos, que es el exceso de conciencia de estar hechos de
tiempo, una materia deleznable.
“Tranquilízate”. Se repite en alguna ocasión, y luego necesita poner las
cosas en orden, saber cuál es su sitio para no caer en la tentación de la
derrota, pues ese es el tema del libro: “Yo no era miembro del jurado. No había
hecho ningún juramento. Solo era una observadora. Nadie me iba a pedir que
alterase mi vida. Si estar ahí sentada se volvía insoportable, podía guardar el
cuaderno y el bolígrafo, dirigirme a la puerta y regresar corriendo al mundo
exterior, donde era primavera, donde brillaba el sol y ya despuntaban las
pálidas hojitas verdes de los plátanos de Lonsdale Street”. La situación la
lleva a preguntarse por los sueños que deben tener cada uno de los que
participan en activo en el juicio. Si a ella se los están robando, no concibe
cómo son capaces de dormir. Aunque la conclusión, como la de todo tipo de
fracaso, pasa, a su juicio, por un defecto de pensamiento, por un abandono de
humanidad, del recuerdo del esplendor en la hierba y toda la belleza que nos ha
legado, algo que ella ha reclamado a lo largo de toda su obra: “¿Era el meollo
de todo el fenómeno un fracaso de la imaginación, la incapacidad de ver más
allá de la fantasía de un golpe certero que acabase con la humillación y el
dolor?”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario