“Ay, Dios, que sea un accidente.”
La frase la suelta, sin rubor, Helen Garner (Geelong, Australia, 1942) al principio de su obra maestra La casa de los suspiros. La situación es muy comprometida y se propone llegar con la crónica allí donde no pueden llegar los tribunales ni el sistema al que están sometidos. La misión de los miembros del jurado será tomar una decisión ateniéndose a las pruebas, sin que les deba importar las consecuencias para el reo. La de Helen Garner es una disquisición ética, pues en ningún momento, y en contra de lo que cree la mayoría, acepta que un padre haya asesinado a sus tres hijos. La situación es comprometida: un coche que se hunde en una balsa de agua de siete metros de profundidad, por la noche, y del que consigue escapar el padre, abandonando a sus hijos a la suerte de las aguas. Se supone que el periodista debería ser imparcial, pero una mujer como Helen Garner, que siempre se ha identificado con los miserables, con los humillados y ofendidos, quiere poner su deseo muy por delante de la realidad, si es que las pruebas son la realidad. Al fin y al cabo, cuando escribe el libro ha cumplido sesenta años hace un tiempo y se ha asegurado, a lo largo de su carrera, de tener bien amortizada la credibilidad, incluida la del cronista. El desafío de la objetividad ha quedado al margen, como una experiencia innecesaria, como un trámite absurdo. Lo que importa es que el relato contenga un trozo de vida, por mucho malestar que eso le provoque, y que provoque también al lector. La vejez le está sentando bien, colocando arrugas minúsculas en un rostro de labios finos que sabe sonreír con la inocencia de un niño el día de su primera comunión.
Durante mucho tiempo seguirá el caso en los medios y en los juzgados,
presentándose, con rigor, hasta el fallo del tribunal de apelación. “Con
frecuencia, durante los siete años siguientes, me arrepentiría de no haberles
rezado aquel día y haber seguido mi camino”. Pero el miedo confeso es demasiado
extenso, es un miedo a la tristeza, tal vez el miedo más arrogante y oxidado al
que nos enfrentamos cada día. La sensación que tenemos al leer esta larga
crónica es que Garner siempre tiene presente, en su imaginación y en su
memoria, la Oda a la inmortalidad de
William Wordsworth: Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la
yerba, / de la gloria en las flores, / no debemos afligirnos / porque la
belleza subsiste siempre en el recuerdo…
En un momento en que un miembro del jurado decide abandonar su función,
confiesa que sintió pena por él: “Desde su anhelo del factor humano, limitado
como estaba a la más restringida versión de las pruebas, debió de sentirse
superado por la curiosidad. Como sus compañeros, como nosotras, se esforzaba
por construir una identidad y un lugar significativo para cada persona
implicada en la misteriosa trama de la historia”. Será ese “factor humano” lo
que la lleve a seguir con ansia, sobre todo, las intervenciones del abogado defensor,
un auténtico gato panza arriba, un hombre que debe olvidarse de cualquier
esplendor en la hierba para intentar forjar un futuro alejado de la cadena
perpetua a su cliente. Alguien que, como ella, se cuestiona el sistema
jurídico, que es tanto como cuestionarse la justicia de esta sociedad que hemos
construido, tan llena de deformaciones, tan irreal si uno es capaz de saltarse
las normas de la conciencia, que son una imposición de reglas de convivencia,
con frecuencia carentes de moral.
Apela Garner a la empatía, una y otra vez, frente a la contundencia de las
pruebas y los testimonios. Construye un libro sobre las emociones, en el que a
ella solo le cabe especular, en el que confiesa que le faltan demasiadas piezas
y no comprende que quienes se sientan en los distintos banquillos del jurado no
sientan idéntica agitación: “me embargaba un sentimiento para el que no tenía
nombre, aunque, por extraño que parezca, se parecía a la vergüenza”, llega a
pensar tras un intercambio de opiniones con la joven que la acompaña a lo largo
del primer juicio. Su compañera está convencida de que desde el primer día los periodistas,
también al servicio del sistema, tomaron partido, de que no es necesario el
juicio, pues ya están servidos los inamovibles prejuicios: “Tienen que trabajar
muy rápido”, la responde, “quizás por eso toman partido tan pronto. Nosotras
somos diletantes. Tenemos tiempo para darle vueltas”. Y de nuevo nos
enfrentamos a lo más horrible de nosotros mismos, que es el exceso de esa conciencia
social, y de estar hechos de tiempo, una materia deleznable.
“Tranquilízate”. Se repite en alguna ocasión, y luego necesita poner las
cosas en orden, saber cuál es su sitio para no caer en la tentación de la
derrota, pues ese es el tema del libro: “Yo no era miembro del jurado. No había
hecho ningún juramento. Solo era una observadora. Nadie me iba a pedir que
alterase mi vida. Si estar ahí sentada se volvía insoportable, podía guardar el
cuaderno y el bolígrafo, dirigirme a la puerta y regresar corriendo al mundo exterior,
donde era primavera, donde brillaba el sol y ya despuntaban las pálidas hojitas
verdes de los plátanos de Lonsdale Street”. La situación la lleva a preguntarse
por los sueños que deben tener cada uno de los que participan en activo en el
juicio. Si a ella se los están robando, no concibe cómo son capaces de dormir.
Aunque la conclusión, como la de todo tipo de fracaso, pasa, a su entender, por
un defecto de pensamiento, por un abandono de humanidad, del recuerdo del
esplendor en la hierba y toda la belleza que nos ha legado, algo que ella ha
reclamado a lo largo de toda su obra: “¿Era el meollo de todo el fenómeno un
fracaso de la imaginación, la incapacidad de ver más allá de la fantasía de un
golpe certero que acabase con la humillación y el dolor?”.
De hecho, mientras que en La casa de
los lamentos nos habla del interés que despierta en su sensibilidad unos
desconocidos, en su novela La habitación
de invitados traslada la exploración sobre el alma a sus vínculos con su
mejor amiga. Se trata de una novela breve con disparos autobiográficos, en la
que la narradora, anciana, recibe en su casa a otra mujer, durante un periodo
largo en el que se someterá a un tratamiento alternativo para superar un
cáncer. Se ha hablado de cómo define los límites del cariño, de la presencia de
la lealtad e incluso de las posibilidades que tiene arruinar una relación
elegida por ambas mujeres, ya maduras. Pero el verdadero asunto del libro es la
definición de la amistad. Y lo resuelve de una forma muy explícita: por nuestro
mejor amigo seríamos capaces de darlo todo, incluida nuestra propia vida,
excepto una sola cosa: la vida de nuestro mejor amigo. ¿Existe un tema más
digno de la confianza de la humanidad? Sospechamos que no. En este caso, como
ha hecho desde su primera novela, Monkey
Grip, adapta sus impresiones sobre la gente que le rodea a la escena de
ficción. Una estrategia que todo escritor incorpora, en la que la tensión entre
la realidad y la ficción será la que haga de cada secuencia un lugar creíble,
una habitación de invitados para el lector.
Los temas de sus escritos, tanto los de teatro como los de crónicas,
levantan la piel casi sin quererlo. Revela que habló sobre educación sexual con
adolescentes a principios de los años setenta, sin ocultar palabras, algo que
supuso su despido. Pero también se destapa como gran cronista cuando trata
sobre escándalos de acoso, también sexual, en la universidad. Se adelantó a
películas como La vida de Adéle para
tratar la tensión a que estamos sometidos, con gracia, y que tapó la conciencia
de pecado universal con una hoja de parra, en un tiempo en que todavía el
hombre no sabía que el dedo gordo servía para construir armas y herramientas.
Es posible que su educación juvenil, cuando consiguió salir de un hogar sin
muchos libros ni mucha conversación, en una vida comunitaria propia de los
universitarios de finales de los sesenta, la liberara de cortapisas y su
proyecto vital haya consistido en mantenerse en esa frecuencia. La literatura
ha sido un instrumento, pues jamás ha ocultado quién era la persona que estaba
tras el negro sobre blanco y, de hecho, considera que la mejor fuente para su
literatura son sus diarios. A través de ellos consigue darle sentido a lo que
sucede, y también que lo que piensa en mitad de la noche sea soportable. Luego
recoge fragmentos y escribe intentando hacer que un patchwork parezca una obra consistente, razonable, única.
La periodista australiana Kate Legge ha dicho algo así como que Garner es
una de esas escasas personas preparadas para revelar cosas demasiado íntimas,
del tipo de asuntos que consideramos vergonzosos, cosas sobre las que la
mayoría de nosotros no nos atreveríamos ni a toser un monosílabo si nos
apuntaran con un arma en la cabeza. Garner ha escrito sobre educación,
feminismo, amor, duelo, dolor, vejez, enfermedad, asesinato, traición, drogas,
bipolaridad y moral, estos dos temas unidos en representaciones del bien y el
mal. Como Hanna Arendt, parece pensar que el mal es intrínseco a ciertos
individuos y está presente, casi por naturaleza, entre nosotros. Cualquier otro
escritor se habría escondido más de lo que hace ella, se habría justificado
aduciendo licencias literarias y los márgenes de la ficción. Ella, sin embargo,
entrega sus manuscritos para que los lean las personas representadas, aunque
oculte su nombre, antes de publicarlos. Y ahí están sus amigos y conocidos,
camuflados, hablando sobre el deseo sexual y los traumas familiares, sobre el
deseo y la estrechez que supone la conciencia de que la familia debe ser la
propia de un anuncio de margarina. Entre su Geelong natal, un pueblo donde las
calles eran de arena y no circulaban coches y donde se crio en el seno de una
familia luterana, y la Melbourne de adopción, ha sido suficiente territorio
como para entender todo lo que circula por el planeta. Y sobre el planeta ese
sinsentido que es el comportamiento humano, tantas veces acobardado, dispuesto
a actuar bajo la única premisa de lo que es más fácil. Por ese motivo tiende a
identificarse con los supuestos malvados de las historias, porque desconoce la
materia de la que estamos hechos y se pregunta hasta dónde somos capaces de
llegar bajo presión extrema. Algo que el mundo sirve en bandeja todas las
mañanas, al sonar el despertador y abandonar el confort de la noche.
“Estoy interesada en gente aparentemente normal que, de repente, chasca y
hace cosas realmente horribles”, ha confesado Garner, “pero que son una versión
explosiva de las fantasías secretas de la gente ordinaria en momentos de gran
estrés. Estoy interesada en la gente cuya autorepresión de pronto deja de
funcionar”. Para a continuación explicar que, si se implica tanto, y así se
reconoce dentro de sus textos, es por el intento de llevar la historia hacia
ella, de darle su atención completa, tanto humana como psicológica, de respetar
la integridad, la dignidad y el valor de las personas que participan del
relato. “Hay formas de trasladar estos asuntos al papel sin caer en lo
repulsivo y sentimental”, comenta, “las mismas que uno lee en la basura pulp”. Y luego habla sobre los miedos de
los lectores a leer párrafos que les impacten, antes de dedicar su tiempo a
otras de sus aficiones de mujer retirada: la jardinería o los partidos de
cricket de su nieto. A sus setenta y cinco años cree haber olvidado cómo se
escribe ficción, pero escribir es lo único que reconoce saber hacer bien. Es
capaz de extraer una gran historia de un poco de casi nada, se sentirse como el
gato que atrapó el canario, que es lo que confiesa que perseguía.
“Un lector de no ficción cuenta con que te mantengas fiel al mismo mundo
real que habitan físicamente lector y escritor. En tanto que escritor de no
ficción tienes, además, un contrato implícito con el tema y con la gente sobre
la que escribes: debes encontrar un equilibrio honroso entre tacto y
sinceridad”, dicta, para a continuación confesar los límites que, a su vez,
siente el escritor a la hora de respetar ese pacto, marcados por la confesión
de lo que no conoces y no ha sido capaz de averiguar. Y entonces saca a la luz
su admiración por el documentalista Claude Lanzmann, el autor de la monumental Shoah: “No hay en el mundo nadie con
menos ganas de decir la última palabra”. “La curiosidad es un músculo, la
paciencia es un músculo”, y así revierte las supuestas intenciones del
periodismo: la inmediatez y los lugares comunes. La no ficción de Garner es
reflexiva y, por tanto, universal. Habla con gente que no se cree que alguien
esté interesado en contar su historia, y así le van narrando más de lo que
quieren que se sepa. Quizá consigue que, como los muchachos a los que dio clases
durante seis años, la gente se desprenda de sus miedos. No hay nada de perverso
en una pregunta tonta ni en responder a las cuestiones infantiles. “El que
documenta no será perdonado”, escribe en su artículo Un álbum de recortes, uno de los incluidos en Historias reales, donde mejor descubrimos quién es Helen Garner, “soportado,
sí; tolerado, aguantado, sobrellevado y aun así amado; pero no perdonado”. Pues
para ella no es posible ser agradable si se es artista, dado que quien se
dedica a tareas que suponen escrutar e intentar que alguna definición sana
cuelgue del mundo puede ser muchas cosas, pero no está en condiciones de
mostrarse agradable, no es una presencia cómoda para los demás. Denuncia el mal
que supone tener los sentidos más desarrollados y afirma que lo agradable es no
prestar atención, que los mansos ya dominan la Tierra.
De ahí su intención de hallar algo bueno en los supuestos canallas, o los
calificados como canallas bajo el prisma de la conciencia y sus prejuicios.
Garner se propone darle la vuelta al aforismo de Sartre, ese que dictaba que el
infierno son los otros. Lo complejo es desenvolverse en un territorio, el de la
escritura, que no ayuda a ser extrovertido. Los escritores, como dijo Joan
Didion, son nerviosos organizadores solitarios: “Cuando los meten en un grupo
con tres desconocidos al azar y lo llaman mesa redonda, después les dan un tema
y les piden que lo debatan en público, les sale una suerte de extraña coraza
térmica o cortina de humo”. De hecho, considera que cuando uno supera la crisis
de la mediana edad, si acude a la literatura es en busca de sabiduría,
entendiendo por sabiduría lo que se encuentra en el Antiguo Testamento: una
conversación sin amargura. De esta manera, en constante transformación,
reconociendo las etapas de la vida y del amor, si es que se tratara de etapas
distintas, su vida laboral a lo que más se asemeja es a un ejercicio de surf, a
“una serie de deslizamientos laterales, de adaptaciones más que ambiciones”.
Aunque ya se sabe que uno puede ser un gran lector de la vida de los demás,
pero le resulta complicado atinar en la propia. Y cuando lo logra, los
resultados pueden ser casi una guerra entre las distintas células de su cuerpo.
Cuando lo logra reconoce lo peor de sí mismo y de quienes supuestamente le deberían
haber querido. Ese es el fracaso de las psicoterapias, que ella ha practicado
despacio, a base de proyecciones sobre las personas de las que ha escrito.
Garner se saca a sí misma para que le dé el aire en cada proyecto. Y a los
setenta y pico años ya no caben las maldiciones ni las deudas pendientes. Su
vida, al menos la literaria, o su viaje a Ítaca, está terminando con sosiego,
la única forma de sabiduría palpable.
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