Presentación
‘Hasta la frontera de mi sueño’
“El autodidacta es
un tipo que, tras mucho estudio y mucho esfuerzo, descubre que al este de
Valencia hay un mar que se llama Mediterráneo”. (Gándara)
Añado yo, de mi cosecha, que
ese autodidacta podrá, más adelante, en
la hora del crepúsculo, certificar que poco
importa cómo se llame el mar, mientras sea mar.
Pertenezco a un grupo social, dentro de una generación, en la que
el martillo era un instrumento didáctico.
Junto a tantos otros, nos tocó vivir una época en la que el
supuesto aprendizaje en centros religiosos, nos enseñaban que lo divino muestra tres caras: Dios Padre, Dios Hijo y un cuerpo astral
que se representa con la figura de una paloma.
Una abstracción es casi tanto como decir algo que no existe o, al menos en mi caso, puedo traducir como algo que apenas me importa que exista,
pues no voy a empeñar mi materia gris en entender algo incomprensible.
Yo a mi materia
gris la quiero mucho.
Esta pleitesía religiosa, esta tradición, estas raíces de índole más o menos cultural, dictan que el amor entre padres e hijos no está
sometido a condiciones.
La leyenda de Abraham
habla por sí sola. El padre le ordena al hijo matar, a su vez, a su propio
hijo. Y el amor al padre debe ser el mayor de todos, pues Abraham accede en el mayor acto de cobardía de la historia de
la literatura. El padre absoluto, eso sí, terminará por “regalar” a su hijo el perdón. Un regalo
que es un acto de soberbia.
El amor hacia el hijo, como se da por
supuesto que lo sienten todos los padres, incluido el divino, no es necesario
someterlo a prueba alguna.
Pero la leyenda de Abraham me ha llevado a preguntarme, varias
veces, hasta qué punto no se ejecuta
a diario ese ritual del padre exigiendo
la paga de amor al hijo.
Y el niño, entonces, puede padecer lo que señala Sebastian Junger en Tribu:
“Si tú has sufrido
la muerte de un ser querido, o si no se te abrazó lo suficiente cuando eras
niño, tienes hasta siete veces más posibilidades de desarrollar los tipos de
trastornos de ansiedad que contribuyen al trastorno de estrés postraumático”.
No sé hasta qué punto esa falta de abrazos es una forma de
violencia.
Pero yo no he venido aquí a hablar sobre una novela que trate de
lo divino, del Dios Padre y del Dios Hijo. El
Nuevo Testamento, empeñado en corregir a la voz coral del Antiguo, injerta
en el vocabulario la palabra “prójimo”,
que se explica en la Parábola del Buen
Samaritano. Sin embargo, se trata
de un sonido que no es muy querido
por aquellos a los que nos obligaron a permanecer en centros religiosos, al
menos si hablamos de hace ya varias décadas. Existe un sinónimo: hermano. Aunque lo que llamamos
sinónimos no son, en realidad, palabras equivalentes.
El amor entre hermanos quedaría, pues, fuera del ámbito de lo
divino. Es un amor más horizontal, es un amor humano. No es una abstracción. El
amor es una abstracción, pero no lo es
querer y ser querido.
Y eso, al contrario que con El Espíritu Santo, garantizo que eso sí existe.
Así pues, hasta los Nuevos Evangelios, un libro religioso cuyo tema es la paradoja que supone afirmar que lo
más sagrado es ser persona, nos enseñan que el amor entre hermanos es mucho más sagrado que el de padres a
hijos. Aquí nadie habla de condiciones
ni de regalos de soberbia. Aquí hablamos de nuestros mejores amigos.
Lo humano, a mí no me cabe
duda, es mucho más sagrado que lo divino.
La familia es una farsa.
La frase tampoco es mía. Ni de Gándara ni de Cicerón. La frase me
la soltó una amiga hablando por teléfono.
Propongo ponerse a uno mismo como ejemplo. La distancia entre lo
que uno es y lo que cree que es, puede suponer un centímetro o cien kilómetros.
Supongamos, pues, que ese
personaje plural que es una familia se somete a un psicoanálisis. Las
relaciones sinápticas entre personalidades son mucho más entreveradas, y se
multiplican.
Si la distancia entre lo que uno es y lo que cree que es se
encuentra en la primera mitad, entre el centímetro y los cincuenta kilómetros,
en el caso de la familia se hallará en la segunda parte del recorrido.
Pero la gente es muy feliz
en el teatro. Y me alegro de ello. Si te ha tocado un buen papel, por
utilizar un anglicismo: juégalo.
Aunque en buena medida, no deja de ser producir lo que en psicología se llama “un hecho alternativo”: Producir un hecho alternativo quiere decir
que frente a un hecho incuestionable, se convierte un enunciado paralelo en un
hecho más verdadero.
Pondré un ejemplo:
Cuenta Stendhal en Sobre
el amor la anécdota de un marido que sorprendió a su mujer desnuda y
debajo de otro hombre y que, apenas comenzó a protestar, se vio descabalgado de
su cólera por la más absurda e inesperada de las respuestas: “no es lo que
parece”. Primero tímida y a la defensiva, cada vez más atrevida ante el estupor
del marido, la mujer fue volteando la situación, contrariada al principio,
luego digna, por fin enrabietada, hasta que, víctima despechada, salió de la
habitación furiosamente ofendida: “crees más en lo que ves que en lo que yo te
digo. No te lo perdonaré jamás”.
De niño yo encontré hogar en sitios donde podíamos correr riesgos.
La pregunta, de la que trata la novela, es qué riesgos queremos correr.
Yo no quiero que los niños corran riesgos en los hospitales ni en
las calles. Pero quiero que corran el riesgo de hacer o mirar una fotografía,
de pintar y contemplar un cuadro, de componer o escuchar una canción. Que
corran el riesgo de decir lo que no se debe decir, de mirar lo que no se debe
mirar.
Quiero que corran el riesgo de exponerse, y el más grato de todos,
el de sentir el aire libre en compañía
de sus hermanos.
Quiero la seguridad para los
niños por la misma razón por la que quiero la inseguridad, y a quienes por cariño generan esa inseguridad.
Este derecho debería estar
garantizado -por la ley o por la Biblia-. Porque ese derecho va adherido a su hermano
gemelo, que es el derecho a la felicidad.
Creo que en algún lugar existirá un libro de citas que contenga
las últimas frases de personas célebres. Yo apenas recuerdo un par de ellas.
Una es la de Buster Keaton, quien
yacía en la cama, rodeado de amigos que ya le creían muerto. Para cerciorarse,
uno de ellos sugirió a otro tocarle los pies a Buster Keaton, pues se supone
que es lo primero que se enfría en un cadáver. Al oír tal comentario, Buster
Keaton abrió los ojos por última vez y dijo: “Excepto a Juana de Arco”.
La otra es de Henry Morton
Stanley, el periodista al que el New
York Herald encomendó la búsqueda del Doctor
Livingston. Este energúmeno, de quien recomiendo no leer ni una sola línea,
pasó los últimos años de su vida solo y encerrado en un apartamento de Manhattan. Su último rezo, se comenta,
fue algo así como “quiero ver los bosques, quiero ser libre”.
Este es el espíritu de ‘Hasta la frontera de mi sueño’.
En el colegio religioso me enseñaron muchas cosas inútiles, pero
sin ser ni siquiera ateo, ni saber si lo aprendí gracias a ellos o por propia
iniciativa, yo sé rezar. Esta novela es
una plegaria.
Cada noche, confieso, antes de apagar la luz, recuerdo a mis
amigos, a mis hermanos, y trato de calmarme para dormir mientras pienso en
ellos.
Y mientras llega el sueño, repito, rezo las frases de Stanley: Quiero
ver los bosques, quiero ser libre.
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