Ueli Steck y la galaxia
No medía dos metros ni movía montañas. Las subía porque en el único sitio de la montaña donde es seguro que da el sol es en la cima. El suizo Ueli Steck nos demostró que felicidad y locura son una misma cosa. La muerte del montañero suizo es mucho más que la muerte de una leyenda alpina.
El deseo “de quitarme el esfuerzo involuntario de ser” es una triste expresión de un poeta triste, Fernando Pessoa. Rezar a un enfermo cuando uno quiere hablar de alguien que nació cuando ya se había puesto nombre a todas las galaxias, es una reacción común: la derrota que supone la desaparición de Hércules es el único mito que comparten todas las culturas. Ueli Steck, como Cástor y Pólux, como las Hespérides, como Andrómeda, se merece un trozo de universo a modo de lápida. La próxima galaxia debería llevar su nombre. Será, entonces, el momento de celebración, cuando hallamos diluido un tanto el duelo. Pero hoy, paseando por unas ciudades o por unas montañas a las que el sol no se queda pegado, sino que resbala, no nos queda más remedio que sentir que ser es un esfuerzo que otro eligió que hiciéramos. Y la única manera de librarnos del dolor es quitarnos ese esfuerzo por nuestra propia voluntad. Pero a Ueli no le hubiera hecho gracia que el sol resbalara sobre el dorso de los girasoles que somos, y que hoy nos cuesta alzar la cara para que el sol nos dé un día más de vida.
Lo ideal sería conocer al amado bajo un manzano, como le sucedió a San Juan de la Cruz, que no pudo ser héroe porque no nació en tiempos heroicos. Nació en tiempos oscuros y por eso fue poeta. Esta es una época loca y feliz para la mitad de los seres humanos que no mueren de hambre. Nuestro emblema serán unos locos felices, pero para ser loco y feliz no basta con esperar debajo de un manzano o pasear por las calles de una Lisboa triste. A la locura y a la felicidad, bien lo supo Alonso Quijano, hay que salir a buscarlas. Por el camino uno encontrará las flores de verbena, pero también conocerá lo que supone tener vísceras. En el documental Pura vida, que narra los últimos momentos de Iñaki Ochoa de Olza en el Annapurna, Ueli Steck asciende por encima de los siete mil metros con material y ropa de media montaña, porque su paquete térmico y especializado no había llegado. Su objetivo no era otro que llevar unas inyecciones de dexametasona y animar a Iñaki a que no abandonara esa decisión que había tomado, la de transformar el esfuerzo involuntario de ser en felicidad y locura, en amor bajo el manzano, en merecerse el nombre de una galaxia, en salir al monte para ganarse el derecho a sentir la luz del día como la sienten los girasoles. Ayer, en homenaje a Ueli, volví a ver Pura vida y supe de nuevo que el dolor solo se cura con agua salada: con el sudor, con las lágrimas, con el mar. Sin las armas del guerrero, Ueli no abandonó a su amigo, como Hércules no abandonaba a las criaturas hambrientas que iba encontrando a su paso. Hércules es el mito universal porque no consentía la injusticia, no porque derrotara a monstruos como la Hydra. La leyenda lo dice bien a las claras: tras volverse loco por culpa de un brebaje que le preparó Hera y asesinar en sueños a su familia, Hércules consagró su vida y su fuerza a defender a los pobres. Otra cosa son lo de las doce pruebas.
En eso, en las doce pruebas, Ueli Steck nos llevaba mucha ventaja: el Eiger, el Cervino y las Jorasses, pero también la cara sur del Annapurna, dan buena cuenta de ello. Lo que nos conmueve de la muerte de Ueli no es que le falte una de las doce pruebas para alcanzar a Hércules. Lo que nos conmueve es que ya nadie subirá miles de metros con botas y chaqueta de camping, en un tiempo récord, porque no consiente que un amigo muera solo. Tenía cientos de patrocinadores que le facilitaban su dedicación a la alta montaña, porque sus cualidades eran las de Hércules y eso le permitía acaparar páginas y páginas de revistas especializadas. Pero era uno de esos rostros en los que jamás nos hubiéramos fijado de encontrarnos con él por los senderos. No medía dos metros ni movía montañas. Las subía porque en el único sitio de la montaña donde es seguro que da el sol es en la cima. Nos enseñó la importancia del entrenamiento y la planificación a la hora de partir en una excursión segura. Pero si uno no quiere refugiarse en el esfuerzo involuntario del ser y montarse toda una vida existencialista alrededor de la maldición de haber nacido, sabe que no es el dueño del planeta y quedarse en su casa. De ahí que lo bonito de vivir sea salir a conocerlo. Vivimos en una época de locura y felicidad. Ueli Steck lo sabía y fue capaz de dar un paso más que los otros, al demostrarnos que locura y felicidad son una misma cosa. Al recordarle, pues, nos sobra una de las dos palabras. Yo elijo quedarme con felicidad.
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