martes, 3 de abril de 2018

TRILOGÍA DE LAS CHICAS DEL CAMPO


Trilogía Las chicas del campo
Edna O’Brien
Traducción de Regina López Muñoz
Debolsillo
Barcelona, 2018
725 páginas

El grito que profiere, para sí, una de las protagonistas, “Quiero irme, pero no me dejan”, resume toda la trilogía de Las chicas del campo, que ahora recoge Debolsillo, recuperando las traducciones que Errata Naturae ha ido regalándonos a lo largo de los años. La trilogía es un ciclo cerrado: nacimiento a la vida, que es tanto como decir el final de la infancia, reclamo de vivir o búsqueda de la felicidad, y tortura o adaptación a una sociedad enferma, para terminar con la muerte o con algo peor que la muerte. Las dos primera partes -Las chicas del campo y La chica de ojos verdes- están narradas por una de las dos protagonistas, en tanto que en Chicas felizmente casadas se alterna el narrador omnisciente con la voz de la otra de las muchachas, Baba, la que se adapta, la que exprime, la que no piensa en la vida como en un proyecto estético. Pero sigue sobrevolada por la suerte de Kate, auténtica Madame Bovary surgida en el campo.
Ese campo de aspecto tan amable es un lugar siniestro para la mirada que Edna O’Brien decide proyectar sobre él. Haber nacido allí contiene todas las maldiciones del infierno pequeño, a las que añade las características de las aldeas de los Western: lugares en formación, sin ley, en los que las normas de convivencia se imponen a medida que el más fuerte da las órdenes. La ciudad es un sueño. Y en ese sueño la recién inaugurada inocencia adolescente de Kate coloca virtudes de toda clase, pero por encima de ellas, está la hombría del señor maduro. La figura de un tipo adinerado, viril, superior en categoría social y con un pensamiento tan diferente al de las tradiciones del campo, llevan a Kate a su desdicha. El enamoramiento se irá viciando y ella será un barco de papel tanto en la ciudad como en el campo. Ni siquiera sus amistades, ni siquiera la propia Baba, la ayudan a apuntalar lo bastante como para sostenerse. No encuentra sentido a la vida, en lo que la vida no se corresponda a los prejuicios, puramente bondadosos, que ella había depositado sobre el destino. Ha trabajado mucho y duro para ganarse un descanso y algo de buena suerte. Sin embargo, nadie domina absolutamente nada de su suerte. Uno puede cambiar, y en apenas unos grados, su forma de afrontarla, su humor. Pero no puede afectar al corazón de los demás, si estos no están abiertos y la gente, al parecer, tiene muy claro a quién debe poner por delante, caiga quien caiga.
Kate carece de autoestima: “Cuando alguien me observa, me vuelvo muy torpe”. De ahí que mire al continente como un lugar menos estricto que la rígida comunidad irlandesa en la que se crio, retratada como un feudo medieval. De hecho, el país entero, Irlanda, ha llegado tarde a la Revolución Industrial y esa carencia se sigue arrastrando a lo largo de décadas. Para Kate un hombre supuestamente maduro y una ciudad supuestamente viva, serán lo que la libren de las reglas fanáticas. Pero la miseria no es privativa del mundo rural. Y mucho menos si se es mujer y pobre. “Había escapado por fin de los sonidos tristes: el de la lluvia solitaria golpeando el tejadillo de chapa del gallinero, el de los gemidos de una vaca parturienta bajo un árbol en mitad de la noche”. Con esos dos trazos se resume el mundanal ruido de la vida en el campo. El mismo que les convierte en personas con cierto pasado, en “padres incapacitados para ser niños”. Ni siquiera tuvieron, como niños, el derecho a mostrar sus emociones: “Le dije que todo iba bien, recordando la máxima de mamá: Llora y llorará sola”. La dignidad, lo expresa Kate en algún comentario, es una condición que puede tener cierta luz o cierto césped. Para que la vida sea bella, cree, basta con conocer a las personas adecuadas. Eso sí es cierto. Pero para llenar un alma como la de Kate, haría falta que fueran cientos y que pudiera casarse con todas a la vez. Edna O’Brien ha escrito una novela triste. Para lo demás, ya están los héroes de la Marvel.

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