Trilogía Las chicas del campo
Edna
O’Brien
Traducción
de Regina López Muñoz
Debolsillo
Barcelona,
2018
725
páginas
El
grito que profiere, para sí, una de las protagonistas, “Quiero irme, pero no me
dejan”, resume toda la trilogía de Las
chicas del campo, que ahora recoge Debolsillo, recuperando las traducciones
que Errata Naturae ha ido regalándonos a lo largo de los años. La trilogía es
un ciclo cerrado: nacimiento a la vida, que es tanto como decir el final de la
infancia, reclamo de vivir o búsqueda de la felicidad, y tortura o adaptación a
una sociedad enferma, para terminar con la muerte o con algo peor que la
muerte. Las dos primera partes -Las
chicas del campo y La chica de ojos
verdes- están narradas por una de las dos protagonistas, en tanto que en Chicas felizmente casadas se alterna el
narrador omnisciente con la voz de la otra de las muchachas, Baba, la que se
adapta, la que exprime, la que no piensa en la vida como en un proyecto
estético. Pero sigue sobrevolada por la suerte de Kate, auténtica Madame Bovary
surgida en el campo.
Ese
campo de aspecto tan amable es un lugar siniestro para la mirada que Edna O’Brien
decide proyectar sobre él. Haber nacido allí contiene todas las maldiciones del
infierno pequeño, a las que añade las características de las aldeas de los
Western: lugares en formación, sin ley, en los que las normas de convivencia se
imponen a medida que el más fuerte da las órdenes. La ciudad es un sueño. Y en
ese sueño la recién inaugurada inocencia adolescente de Kate coloca virtudes de
toda clase, pero por encima de ellas, está la hombría del señor maduro. La
figura de un tipo adinerado, viril, superior en categoría social y con un
pensamiento tan diferente al de las tradiciones del campo, llevan a Kate a su desdicha.
El enamoramiento se irá viciando y ella será un barco de papel tanto en la
ciudad como en el campo. Ni siquiera sus amistades, ni siquiera la propia Baba,
la ayudan a apuntalar lo bastante como para sostenerse. No encuentra sentido a
la vida, en lo que la vida no se corresponda a los prejuicios, puramente
bondadosos, que ella había depositado sobre el destino. Ha trabajado mucho y
duro para ganarse un descanso y algo de buena suerte. Sin embargo, nadie domina
absolutamente nada de su suerte. Uno puede cambiar, y en apenas unos grados, su
forma de afrontarla, su humor. Pero no puede afectar al corazón de los demás,
si estos no están abiertos y la gente, al parecer, tiene muy claro a quién debe
poner por delante, caiga quien caiga.
Kate
carece de autoestima: “Cuando alguien me observa, me vuelvo muy torpe”. De ahí
que mire al continente como un lugar menos estricto que la rígida comunidad
irlandesa en la que se crio, retratada como un feudo medieval. De hecho, el
país entero, Irlanda, ha llegado tarde a la Revolución Industrial y esa
carencia se sigue arrastrando a lo largo de décadas. Para Kate un hombre
supuestamente maduro y una ciudad supuestamente viva, serán lo que la libren de
las reglas fanáticas. Pero la miseria no es privativa del mundo rural. Y mucho
menos si se es mujer y pobre. “Había escapado por fin de los sonidos tristes:
el de la lluvia solitaria golpeando el tejadillo de chapa del gallinero, el de
los gemidos de una vaca parturienta bajo un árbol en mitad de la noche”. Con esos
dos trazos se resume el mundanal ruido de la vida en el campo. El mismo que les
convierte en personas con cierto pasado, en “padres incapacitados para ser
niños”. Ni siquiera tuvieron, como niños, el derecho a mostrar sus emociones: “Le
dije que todo iba bien, recordando la máxima de mamá: Llora y llorará sola”. La
dignidad, lo expresa Kate en algún comentario, es una condición que puede tener
cierta luz o cierto césped. Para que la vida sea bella, cree, basta con conocer
a las personas adecuadas. Eso sí es cierto. Pero para llenar un alma como la de
Kate, haría falta que fueran cientos y que pudiera casarse con todas a la vez.
Edna O’Brien ha escrito una novela triste. Para lo demás, ya están los héroes
de la Marvel.
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