El amor el mar
Pascal Quignard
Traducción de Ignacio
Vidal-Folch
Galaxia Gutenberg
Barcelona, 2023
271 páginas
Tal vez el proyecto
literario de Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948), reciente premio
Formentor 2023, se pueda resumir en una expresión que encontramos al inicio de
esta novela: «A la melancolía lo único que le gusta es el paisaje en el que
se calma, porque puede derramarse en él. Así se hace tan grande como la vista
alcanza». Su intencionado lirismo y su deseo de recuperar el pasado
durante unos instantes, y traerlo a colación con intenciones de mostrar que podemos
volver a la pureza si sabemos utilizar la imaginación, quedan patentes a lo
largo de cada una de las frases que van componiendo la obra. Estas frases van formando
un follaje que nos oculta el árbol, y a su vez los árboles, como en la famosa
sentencia, no nos dejarán ver el bosque. La solución pasaría, lo sabe todo buen
jardinero, por una poda. La intención de llevar las frases a un ideal de
sentencia sanadora o salvífica no cesan, y Quignard va cayendo sin rubor en
sentencias que nos aclaran que el enamoramiento es una duda, valga la paradoja,
o que «Haga uno lo que haga, espere lo que espere de la deriva de su
propia vida, no sabe cuál es su norte. Ni siquiera lo descubre al final, cuando
su luz se apaga», para reincidir, a continuación, en
que «Cada alma es una desconocida para sí misma».
Las intenciones de
Quignard parecen ser las de mostrar que en escritura también se puede ser
impresionista. Se preocupa constantemente por la textura del texto, por el
aspecto, tal vez por agradar todo lo posible al lector, y esta textura cobra el
sabor del lamento. De los sentidos que se utilizan durante la escritura, el que
se impone es el oído. Vuelve a ser imposible obviar la tristeza de cierta
música barroca, que no parece tener una intención reconocida de ser triste. En
los madrigales de Monteverdi, por ejemplo, uno reconoce ciertas ganas de vivir
y disfrutar de la vida, mientras se nos va expresando que existen muchas trabas
a la hora de desarrollar la vida.
No se pude ser sublime
sin interrupción, y este recorrido por las ideas de belleza que Quignard expone,
muchas veces recurriendo al adjetivo bello, nos presenta una sucesión de
momentos congelados en la que desfilan personajes del siglo XVII, la mayoría de
ellos vinculados a las artes, al mundo de lo delicado y amable, que refleja
cómo le gustaría a Quignard que fuera nuestra relación con el paisaje y entre
las personas. Vuelve, una y otra vez, a ese camino de quien pretende llegar a
entender y cree que entiende o va entendiendo, intentando reducir lo asequible
a cuatro colores: amor, mar, música, muerte —la enumeración es suya—, en un ambiente donde a los personajes nadie
los ha acariciado antes, y así les cuesta explicarse a sí mismos la dulzura y
la pena de no haber conocido el cariño, la ternura. En este afán, los párrafos
más conseguidos son aquellos en los que Quignard cambia de estrato y baja al
barro, a unos lugares donde se sucede la crueldad, donde conviven las clases
bajas con los animales y las enfermedades. Es entonces cuando las formas de
pretensión lírica y hermosa se redimensionan y nos sorprenden, porque el
lenguaje se desajusta de la historia que nos está contando, que es una historia
de enamoramientos: entre humanos y con la música, con el propio amor y con el
mar.
Vamos perdiendo, a medida que leemos,
constantemente el eje de la novela, debido a que a Quignard no le interesa vertebrar,
porque la vida, tampoco en los tiempos que refleja él, no está estructurada.
Eso es algo que queda en manos de los guionistas de cine y de los novelistas, de
quienes, en cierta medida, parece estar renegando. Tal vez su virtud sea su punto
débil. Sólo hay una manera de cerciorarse, que es leyendo la obra.
Fuente: Zenda