Uno
se imagina que llegando a las cumbres de más de ocho mil metros, el cuerpo se
reduce hasta tener la consistencia de un pequeño charco de manteca. ¿Por qué
iniciar esa escalada? Todos los problemas que uno arrastra consigo a lo largo
de las décadas que vienen tras la adolescencia, se derivan de ese suspiro que
nos emborracha cuando lamentamos haber abandonado la cabaña que montamos en el
jardín, en el parque, en la playa o en el balcón, cuando éramos unos críos.
Llegando a la cumbre el Annapurna, del Cho Oyu o del Everest, resuena en el
fondo de la caja torácica esa protección que nos ofrecía la cabaña, la que
representa también Peter Pan, el deseo de no salir del hogar que es la
infancia. La verdad es que frente a ese sentimiento, se alza una sucia realidad
que no deja de agredirnos, a cualquier hora del día, con un acto de barbarie o
de fanatismo. Uno busca que se reduzca esa realidad a toda costa, recordando la
cabaña o trepando allí donde se adelgaza el aire, en los techos del planeta,
donde la preocupación por caminar un metro más te somete a la esencia de lo que
eres, al ser básico, que es un superviviente, sí, pero también un esteta.
En
el alpinismo uno puede elegir a cada paso: puede escoger no darlo, puede
escoger bajarse o puede seguir el impulso de subir un tramo más y confiar en
que todo vaya bien. En la gran montaña los caminos que llevan a la estética y a
la moral se funden. Allí el tiempo es la misma cosa que el segundo presente,
que la respiración, que la niebla o que el crujido de la nieve bajo los
crampones. Aunque en la actualidad, el debate sobre la consistencia del
alpinismo no cesa. Para Nives Meroi, una de las mejores alpinistas de las
últimas décadas, que estuvo también en la empresa de ser la primera mujer en
ascender las catorce cumbres de más de ocho mil metros, “hasta hace poco tiempo
la palabra alpinismo significaba expresión personal, libre como un juego,
abierto a la fantasía y a la audacia en la búsqueda de nuevos recorridos, y
abierto también al coraje de la renuncia y del fracaso. Un juego limpio,
ligero, basado en la autosuficiencia física y psicológica, y en una actitud
consciente frente al peligro. En definitiva, una confrontación abierta con la
montaña y con uno mismo”. Pero ella nació en 1961 y pertenece a una estirpe,
tal vez la última, que vivió el Himalaya como una revelación, como un
sentimiento.
Para
Edurne Pasabán (Tolosa, 1973), sin embargo, “el montañismo más que un deporte
de aventura es una actividad en la que, a veces, lo deportivo deja su lugar a
la aventura propiamente dicha. (…) El montañista define sus propios retos, su
mapa de desafíos”. Edurne es, ya se sabe, la primera mujer en conquistar las
catorce grandes cumbres. ¿Conquistar? Es un verbo que viene con frecuencia
cuando se habla de montañismo. Si seguimos el espíritu de Nives Meroi, se
asciende con mucha poesía; si nos fiamos del comentario de Edurne, al parecer
uno tiene que ser un atleta para alcanzar las cimas. Pero Edurne no es una
mujer que afronte los ocho miles como si se tratara de una conquista. De hecho,
asciende con las estampas de santos que le ha ido legando su abuela, una por
cada expedición, y un cocodrilo de peluche que le regalaron un día de San
Valentín, un muñeco que llegó desde Italia por mensajero. Y es que fue el amor,
ese mismo amor que se expresa en el soneto de Lope de Vega, lo que la llevó, en
primera instancia, a volver durante años al Himalaya: “creer que un cielo en un infierno cabe / dar la vida y el alma a un
desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe”.
Conquistar
no es sólo apoderarse de un lugar por la fuerza, también significa obtener algo
con esfuerzo. El problema de acepción surge porque una montaña es un lugar.
Pero no ha tenido, no tiene, ni tendrá jamás, un dueño. La conquista de los
ocho miles no es la de las montañas, sino la de obtener algo. Pero, ¿qué es eso
que uno obtiene? ¿Qué diablos consigue? En Catorce veces ocho mil Edurne
suelta esta sencilla expresión: “Me ha gustado crecer por mí misma”.
Crecer
duele.
Edurne lo
sabe.
Ha
superado alguna depresión, incluyendo intentos de suicidio. En las montañas
pudo huir de esa realidad, de una adolescencia en la que se sentía fea, pero no
pudo huir de los fantasmas. Cuando alguien se siente feo, no cree que la vida
sea algo estúpido, sino que él es tan estúpido como para no saber encajar en la
vida. Y así es como se comienza a soñar con que uno camina descalzo o va
desnudo por la calle, que según las interpretaciones de los sueños significan
inseguridad en uno mismo, o empieza a desear que la vida se apague, aunque solo
sea un rato. Y que cuando uno despierte, ésta ya le haya aceptado. Porque la
vida se representa, entonces, como una hidra de siete cabezas. Ni siquiera en
la tabla de salvación de la montaña uno puede escapar de ella. Ni siquiera
después de haber subido a nueve de las catorce grandes cumbres. De hecho,
Edurne terminó encerrada cuatro meses en una habitación, haciendo punto de cruz,
cuando podría haber estado subiendo cuestas.
La
depresión te desconfigura. En realidad, no se trata de que nuestra música
interior suene triste, sino de que nuestra orquesta desafina. La medicación
ayuda, hasta el punto, puede confesar Edurne, de haber viajado a Nepal, a
Pakistán y a China con las pastillas en el bolsillo. El litio y los
estimulantes de serotonina la mantuvieron en pie, pero en la curación final
tuvo mucho más peso la voluntad. Los antidepresivos demuestran su utilidad el
día que los abandonas y consigues mantenerte erguido sin ellos, incluso por las
cuestas del Shisha Pangma, su último ocho mil. Para entonces ya había quedado
atrás esa otra forma de huida, la huida al sueño, la que nos lleva a no querer
levantarnos de la cama que es tanto como decir a no querer vivir, a no querer
salir a buscar lo que te ha estado dando vida. O piensas que es, precisamente,
eso lo que te priva de la vida, porque crees que te has equivocado. En
realidad, todos nos equivocamos. Elegimos pensando que aseguramos los pasos,
pero por delante no hay nada, ni siquiera oscuridad. La vida a lo que más se
parece es al vacío, de ahí ese vértigo existencial que nos lleva a la
depresión, o a cualquier otra derivación de la neurosis.
Nadie es
invencible. Ser consciente de ello te convierte en un sabio a flor de mundo:
poco nos hace más humanos que pertenecer a la estirpe de los que son capaces de
cambiar la verdad absoluta por un bocado de queso con uvas, como los desayunos
de Sancho Panza. Hay gente, como Edurne, que en ocasiones quisiera cambiar los
premios y reconocimientos por la corona de un sombrero de paja que la proteja
del sol del sur, que puede ser un antidepresivo mejor que los aplausos de los
desconocidos. Si el alpinismo es 75% mental y 25% físico, la fuerza mental que
se utiliza puede ayudar a superar momentos y situaciones complicadas, como
reconoce la propia Edurne. Pero ese 100% está dejando fuera de campo al tercer
eje de la salud: las emociones. “Lo importante es quererse a uno mismo”, die la
alpinista, “y rodearse de buena gente”. La depresión te enseña a ser más agua y
menos fuego, te enseña a ser menos rígida, por necesidad, porque la rigidez,
como apunta Lao Tsé, tiene una relación muy directa con la muerte. El dogma es
una forma de locura, los principios inalterables excluyen a la imaginación, a
la creatividad y al placer de los sentidos. Pero algunas personas conservan
intactos esos prejuicios y esos manuales de la infancia, fermentados en plena
formación emocional. En alguna ocasión, Edurne ha tenido diferencias con
montañeros que ya son parte de la mejor historia de la aventura, al bajar de
alguna gran cumbre con los dedos congelados, por razones que tiene que ver con
el enfrentamiento entre las dudas y las ruedas de molino. Nada que no se pueda
arreglar con el lenitivo del tiempo.
Si uno
sigue las entrevistas a Edurne, se da cuenta de lo terapéutico que para ella
resulta confesar que no son las mismas las fuerzas que se requieren para
ascender al K2 que para afrontar el acoso de la severidad mundana. Y luego está
el asunto de la muerte. Se puede creer que uno lo ha interiorizado, porque ha
visto fallecer a varios amigos en condiciones extremas. O porque ha participado
en cordadas de rescate o porque sabe, demasiado perfectamente, que con cada
decisión se juega la vida.
“Empecé
a tomar conciencia (de lo que supone subir a un ocho mil) cuando empezaron a
pasar cosas a mi alrededor: cuando fallece un compañero o desaparece”. El
lenguaje no es gratuito y la palabra desaparición sustituye a muerte por el
simple hecho de que no existe, con frecuencia, un cuerpo inerte. El rastro de
la vida que se apagó es un hueco, no materia; es aire, no peso. Fuera del
Himalaya, Edurne vivió su peor trago en Pirineos, cuando en el año 2007 un
resbalón se llevó hacia el fondo del valle a tres de los cinco compañeros con
los que escalaba los setecientos metros de la cara norte del Tallón.
A
pesar de ello, considera que ha naturalizado la muerte: “Nos volvemos fríos y
pragmáticos”, asegura. “Imaginaros solos en una tienda donde hay seis tíos
esperando a que haga buen tiempo para subir. Cada uno en su interior es
consciente de que alguno de los que está ahí puede fallecer en esa subida, pero
nadie lo plasma encima de la mesa. Es un tema tabú, pero sabemos que si pasa
seremos capaces de enfrentarlo”. En cualquier caso, ahí arriba, en esa
situación, de lo que se alejan es de la inevitable codicia sobre la que brota
una farsa de euforia, la que ofrecen los bolsillos llenos de huevos de oro.
Edurne
se decantó por el alpinismo, tras estrenarse en un club de montaña, a los
catorce años, para acompañar a una amiga a la que le gustaba uno de los
monitores de escalada, porque se viaja más que trepando por la roca; se abarca
más horizontes, más paisaje que en la escalada. Estudió ingeniería industrial,
trabajó en la fábrica familiar y en hostelería rural, antes de dedicarse
profesionalmente al alpinismo. Las últimas cumbres las completó colaborando con
el programa de televisión Al filo de lo imposible, donde se encontró con
cómplices como Sebastián Álvaro, Ester Sabadell, Ferrán Latorre, Alex Txikon,
Juanito Oiarzábal o Mikel Zabalza, además de su primo Asier Izaguirre, con
quien se estrenó en la alta montaña siendo una adolescente. Es íntima amiga de
Gerlinde Kaltenbrunner, que fue la mujer con la que se entabló, al menos en
medios deportivos, la competición por ser la primera en sumar las catorce
grandes cumbres. Tiene un hijo llamado Max e imparte conferencias sobre
superación personal; Objetivo: confianza es el título de una de sus
publicaciones, escrita a cuatro manos con la experta en coaching
Angélica del Carpio. Si alguien quiere conocer al detalle el calendario de sus
hazañas, puede consultar una enciclopedia online. Pero raramente encontrará en
el artículo la palabra clave que sigue alimentando su energía: ilusión.