Las niñas buenas no van al Polo Sur
Sobre Liv Arnesen
Esperar
desde los ocho hasta los cuarenta y un años para cumplir un sueño, supone
haberlos transformado de un deseo de excesos a un deseo de belleza. Apolo
gobierna la belleza, mientras que Dionisos es el propietario de los excesos, de
los desenfrenos y, tal vez, de los vicios. A los ocho años uno quiere su
momento de felicidad, que viene sentida cuando se colma, por ejemplo, una
carcajada, en tanto que a los cuarenta y uno corre el riesgo de hallar la
belleza que lleva a la gloria, un tipo de gloria que, ¡maldita sea!, es una
autopista directa a la locura. En el caso de Liv Arnesen (Bærum, Noruega, 195) esa locura goza de un
consenso social casi unánime: uno no puede estar en sus cabales si se plantea
recorrer mil doscientos kilómetros en solitario, andando a través de la
Antártida, arrastrando un trineo de cien kilos, con el fin de alcanzar el polo
sur geográfico sin otro fin que el de haber caminado cincuenta y un días sobre
el hielo y sobre la soledad extrema. En realidad, se trata de la clase de
personas que han entrenado hasta la extenuación, hasta el exceso dionisiaco,
esas virtudes apolíneas que son la inteligencia clara, el corazón intrépido y
un equilibro muy zen flotando junto al oxígeno en los pulmones. Liv, con cierto
espíritu práctico a la hora de reproducir en palabras sus anhelos, lo reproduce
como relajación,
desarrollo de la concentración y visualización.
“Todo
el mundo cree saber lo que más nos conviene”, protesta Liv, cuando reivindica
ese sueño que empezó a fraguar con ocho años y estuvo alimentando durante toda
la pubertad y la adolescencia, entre lecturas de Amundsen, Nansen, Shackleton,
Scott, Peary y cualquier otra depredación que la invitara a conocer las
expediciones a los dos lugares de los que es más difícil volver entero: allí
donde el hielo ha sido más eterno que la memoria del hombre. A los catorce,
comenzó a compaginar estas lecturas con las cuestiones de género. Aunque se
trata de dos formas de lucha, ella confiesa que ni siquiera en esos momentos,
ni siquiera ahora, cuando ha pasado de largo los sesenta años y cualquier
vacilación hacia una crisis de la mediana edad, ha dejado de jugar. Cuando a
los trece años se rompió la rodilla haciendo slalon, cambió a prácticas
deportivas con cierto riesgo para la seriedad: ha corrido maratones, sí, pero
se ha prodigado más en carreras de orientación, en las que buscaba las rutas
más entretenidas por delante de las más eficaces. Aprovecha el momento: “Hace más de
veinte años escribí Carpe diem en mi
gorra de bachiller y no veo ningún motivo para dejar de agarrar el día aunque
haya sobrepasado los cuarenta”, ha dejado escrito. Uno se pregunta si la ética
que reflejó Horacio en su oda pertenece al ámbito de Apolo o al de Dionisos,
nos habla de la belleza o nos habla de cualquier forma de orgía: “carpe diem, quam minimum credula
postero”. Abraza el día y confía mínimamente en el futuro. La locura es
colateral y así como los otros pueden interpretarla como daño, nosotros estamos
obligados a entender que entra, por qué no, en el ámbito de la sabiduría: “Sé
sabio, filtra los vinos y acorta al tiempo breve la esperanza larga”.
¿Cuál era la esencia del sueño que Liv Arnesen comenzó a
fraguar a los ocho años y que no ha cesado de cumplir, aunque para ello haya
tenido que pensar en él como una meta? Porque los sueños permiten ser felices
en sí, sin obsesionarse con su término; porque lo legítimo es soñar, antes,
incluso, de luchar por ver el sueño cumplido: “No indagues —no es lícito
saberlo— cuál fin para mí, cuál para ti los dioses han dispuesto, Leucónoe, ni
tientes los números babilonios”. “Me fascinaba la sensación de no tenerlo todo
bajo control”, comenta Liv en su libro Las
niñas buenas no van al polo Sur. Se movía un poco al filo y “me
familiaricé más con esa sensación cuando empecé a escalar y hacer rutas por los
glaciares. También corría las carreras de orientación siguiendo el mismo
método: nunca tenía control absoluto. Escogía rutas arriesgadas… Algo en mí se
resistía a la elección más segura”. De entre las batallas, destaca esa razón
social, pretendidamente sensata, que esconde una cobardía demasiado arrimada al
calor de lo cotidiano, como la que expresaba la mayoría de la gente cuando la
aseguraba que esas inquietudes desaparecerían cuando tuviera hijos. Durante
años, Liv huyó del matrimonio y de los hijos como el gato del agua. Hasta que
se casó, con el tiempo, con un hombre capaz de entender que la libertad fuera
un sentimiento fácil de reconocer: tienda, comida, saco de dormir, infiernillo
y combustible.
“Cuánto mejor será padecer cualquier cosa, ya que Júpiter te
conceda muchos inviernos, ya el último que ahora destruye contra los escollos
opuestos
el mar Tirreno”. Einar, su marido, se convirtió
en sustrato de seguridad y le ayudó a superar esa otra forma de claustrofobia
que le provocaba pensar en ser madre: hoy en día, Liv tiene tres hijas
adoptadas y ya es abuela. La claustrofobia, como los demás miedos, existe para
ser superado, afirma ella, sin adornos estilísticos ni psicológicos. Aunque uno
entiende demasiado perfectamente sus miedos cuando nos recuerda que no es nada
fácil ser un niño cuando tus padres están más interesados en su carrera
profesional y su vida social que en sus propios hijos. No necesita una expresión
demasiado barroca para comprender qué estímulo le ayuda a sobrenadar los
momentos más duros, los de las dudas y también los de las travesías invernales:
en aquella época, se colgaba los auriculares de un walkman de las orejas y
escuchaba a Pavarotti o a Lisa Edkdal.
Ambos le acompañaron en su travesía de Groenlandia en esquís,
cuando superó 570 kilómetros en veintitrés días en compañía de Julie Maske, una
de esas personas que no se cansan de buscarse a sí mismas y que, en opinión de
Liv, son el tipo de gente con la que merece la pena compartir los días y las
noches. Junto a otras dos amigas fueron las primeras mujeres en llegar de un
extremo del glaciar al otro sin ayuda de perros de tiro ni suministro de
provisiones desde aviones. Conoció a Julie en Svalbard, la tierra más
septentrional habitada en este planeta, unas islas en las que Liv ha trabajado
como guía, donde también escuchaba a Pavarotti y a Lisa Edkdal cuando vienen
tiempos confusos, como ha hecho para descansar de algunos otros de sus trabajos,
entre los que se encuentra la docencia, que es el que más la llena de orgullo.
Durante una temporada, fue profesora en un centro de rehabilitación de
drogodependientes; dejó esa profesión agotada, para comprarse un billete a
Katmandú. En Nepal intentó subir a alturas en las que el aire es lo bastante
delgado como para mandar avisos al cuerpo, como tuvo que padecer, y se embriagó
de ganas de visitar el Tibet. Para conseguir un visado de las autoridades
chinas, tuvo que destruir su carnet de conducir, pues era la manera más
sencilla e inmediata de obtener la fotografía que la identificara.
Más adelante vendría el entrenamiento autógeno, ese que se
parece tanto a la meditación, el que explora las sensaciones físicas mediante
la concentración relajada, el que se utiliza como terapia para combatir el
estrés, y que en su caso le sirvió tanto como preparación para la dureza de la
Antártida, que es muy corporal y es muy psíquica, como para desplazar los
dolores de espalda que nos acucian cuando nos partimos por el eje. Se dio
cuenta de que nada hay más propio de los traidores que no ser fiel a uno mismo,
que ignorar las capacidades y talentos, y puso en marcha la iniciativa para su
expedición más atrevida. Buscó patrocinadores, hallándose, con frecuencia con
preguntas acerca de su potencia masculina, como por ejemplo sobre su fuerza
arrastrando trineos, y le hablaron, una y otra vez, acerca del servicio
militar, donde lo extraño es que surja un amor semejante al de Oficial y caballero. A modo de reacción
o como efecto rebote, Liv entablaría amistad, más tarde, con Ann Bancroft, una
conocida activista a favor de los derechos de los homosexuales que ha extendido
su perseverancia por los lugares más rígidos de Estados Unidos, con quien
cruzaría la Antártida en canal, de orilla a orilla, en el año 2001, en una
travesía que duró 94 días, en los que recorrieron 2747 kilómetros.
Pero antes se preocupó de engordar diez kilos para llevar
suficiente materia que quemar entre el hielo que entra a cuchillo entre los
átomos de las mejores membranas impermeables. A lo largo de su ruta en
solitario, perdió hasta doce. “Desde un punto de vista puramente práctico, todo
resulta más fácil y ágil cuando vas sola”, asegura esta mujer entregada a la
aventura, que con frecuencia tiene que contestar a preguntas del estilo de:
¿Qué fue lo primero que comió al regresar a casa?, ¿viste animales en el polo
sur?, ¿cuentas con apoyos familiares?, o ¿cómo resumirías la expedición en una
sola palabra?
Allí donde
se instalan los sentimientos nobles, junto a los valores de la razón, de la
belleza y del coraje, Liv ha instalado su propia base bien cimentada para que
los ideales no se pierdan en mitad de la tormenta, y los ha guardado en un
cofre de pirata que abre para exponer sus planes de estudios, porque el aspecto
educativo está muy presente en sus últimas expediciones: utiliza su experiencia
y su capacidad de divulgación para crear conciencia acerca de la disminución de
las reservas de agua dulce. Los puntos fuertes ecologistas están muy presentes
en esta mujer, que proviene de uno de los países con el índice de desarrollo
más alto del planeta, y su forma de mostrarlo es intentar ser un modelo de
conducta para jóvenes. Junto a Ann Bancroft ha creado la organización Bancroft Arnesen Explore, un proyecto
que se ha divulgado a través de docenas de medios de comunicación
internacionales, y cuyo objetivo es atender a la confianza de las personas,
especialmente de mujeres y niñas, alimentando la autoestima con el mismo fuego
blanco que ellas sienten, de tal manera que su condición no las ralentice a la
hora de poner en marcha una voluntad que las dirija hacia el paraíso de los
sueños. De ahí iniciativas como la expedición para recorrer el Ganges junto a
cinco mujeres de diferentes países. A pesar del orgullo que tanta dignidad
debería producir en el diafragma de Liv Arnesen, ella deja escapar, de vez en
cuando este lamento: “Me cuesta recuperar la agradable paz y la calma que sentí
mientras estaba en camino”.