lunes, 30 de septiembre de 2019

DIARIO AUSTRAL


Diario austral
Antonio Rivero Taravillo
La línea del horizonte
Madrid, 2019
148 páginas

El escollo, a la hora de escribir un libro de viajes contemporáneo, es eludir el turismo. La alternativa es caer en un discurso neocolonial, a pesar de tantas buenas intenciones. Muerta la época de la exploración, que contenía en sí grandes dosis de colonizaciones, se desplegaron toda una suerte de formas de turismo más o menos sofisticadas, desde las grandes cumbres del Himalaya o de Alaska, hasta los puros mochileros sin un duro en el bolsillo que recorren la parte del planeta en la que se puede dormir en las estaciones de tren. Ante las dudas que a uno le genera esta imposibilidad de sentirse viajero, cabe preguntarse si el mejor viaje, el único viaje posible, catalogado como tal, no será el que se guarda en la memoria, el que regresa desde el pasado. Libre de toda condena y lleno de bienestar, ese viaje reflejará quiénes somos, quiénes hemos querido ser, quiénes nos hubiera gustado seguir siendo, quiénes nos atrevimos a ser cuando tuvimos la oportunidad de inventarnos. Quisimos ser un personaje, por encima de la carga de profundidad que marcan los impulsos emocionales dentro de la geografía en la que vivimos habitualmente, y lo conseguimos. En otras palabras: tuvimos la sensación de ser, por fin, libres.
Con esa envidia de uno mismo comienza Antonio Rivera Taravillo (Melilla, 1963) a redactar esta crónica de un viaje por Argentina. Fue turista no queriendo serlo, como demuestran las paradas de su itinerario: Buenos Aires, Iguazú, Salta, Usuahia, Calafate… Un recorrido que le lleva a pensar que se asomado al conjunto del país, cuando lo que ha visto es el conjunto turístico del país, aunque le pese no haber podido ver otros lugares que no sean los más hermosos. Al margen queda el desierto verde provocado por las extensiones criminales de soja transgénica, la cruel explotación de la industria minera en los Andes o villas miseria como la de Resistencia, además de ciudades y pueblos que jamás han visto el dinero del turista, y que ocupan la mayor parte de la extensión de un país de unas dimensiones inabarcables. Rivera Taravillo hace un enorme esfuerzo por transmitirnos en descripciones los parajes a los que se enfrenta, pues de un enfrentamiento se trata dado que los límites del lenguaje le impiden transmitir las emociones en todo su alcance. Pasea por Caminito, lee a Borges, asiste a espectáculos de tango, ve todo lo que le resulta posible ver, de hecho, es tan visual que apenas hay lugar para diálogos.
Y para hacernos llegar las impresiones de su viaje, recurre a una literatura en la que lo más importante es no cometer errores. No se equivoca ni en los destinos ni en los recursos, algo muy de agradecer en un tiempo en el que los esfuerzos para que se vea al escritor detrás del texto llevan, con frecuencia, a temas y prosas en las que los problemas de narcisismo, por exceso o por defecto, flotan en negro sobre blanco.

viernes, 20 de septiembre de 2019

REGRESAR A MARATÓN


Regresar a Maratón
Miguel Calvo
Desnivel
Madrid, 2019
235 páginas

En Mongolia el refrán que dicta que más vale ser cabeza de ratón que cola de león, sustituye los animales: más vale ser cabeza de mosca que cola de tigre. Preguntando el sentido que tiene, te explican que, en tanto que la cola del tigre va siempre a la zaga y está supeditada a lo que hace el resto del cuerpo, que es la última en el rango y la más esclava, la cabeza de la mosca va por delante y, a mayores, se trata de un animal que vuela libre. Aunque volar y libertad son sinónimos en todo tipo de literatura, desde el aforismo hasta las obras de Richard Bach, difícilmente habíamos escuchado colgar esta libertad en un insecto; en una gaviota sí, o en un gorrión o en una golondrina, y no digamos ya en las águilas. Nosotros, como los leones, como los tigres, estamos sujetos a la superficie de la Tierra y la libertad del vuelo es algo de lo que podemos disfrutar como proyección, como metáfora o como suicidio. Pero existe un sustituto a nuestro alcance, otra forma de felicidad para la que ni siquiera necesitamos calzado, y ésta es correr. Vemos a los niños corriendo y les sentimos felices, y nos contagian su felicidad. Lo natural es correr, lo natural es jugar: esconderse, trepar a los árboles.
Sobre esa esencia se construye este libro que ha escrito Miguel Calvo (Ávila, 1979) con tanto oficio como pasión. Se trata de una de esas obras escritas por un enamorado, una de esas personas que encandilan cuando hablan de sus devociones, sean cuales sean, aunque no comulguemos con ellas. Aunque es complicado no comulgar con la historia de la carrera más popular que existe. Calvo nos lleva hasta Grecia para rastrear la historia de la carrera, las leyendas en el país donde las leyendas se esconden en el corazón de las piedras, tanto de las talladas como de las que ocupan las lindes de los senderos. Grecia como el lugar donde nace todo, el sitio al que uno debería acudir para encontrar todas las respuestas. Se comienza tratando sobre la épica histórica, esa que es ya una mitología, y se enlaza con los tiempos presentes a través de los primeros corredores de fondo griegos. Atravesaremos, durante la mitad del libro, crónicas de maratones y supermaratones, que ocultan, para luego descubrirnos, perfiles de los mejores corredores de la historia, desde Abebe Bikila a Emil Zatopek, y siempre con la figura de Spiridon Louis, el primer ganador de una maratón olímpica, como modelo.
Pero, ¿de qué son modelo los corredores de maratón? Tal y como Calvo habla sobre ellos, se trata de gente con una ética intachable. O al menos con una ética intachable dentro de la competición. O al menos lo son aquellos sobre los que quiere hablar, al margen de los tramposos o los tipos más hoscos del atletismo. Es gente para la que los sueños son el lugar sagrado donde todos deberíamos acampar: el sueño de la victoria, sí, ¿por qué no? Pero también el sueño de volar, aunque sea un vuelo como el de la mosca, que comparado con el de cualquier ave rapaz es tan torpe como nuestra zancada cotejada con la de la gacela. Lo importante es soñar. Y así nos va descubriendo quiénes son, en la segunda parte de la cita con este libro, los grandes maratonianos de las últimas décadas. Aquí sí se entra de lleno en el perfil, a través de la historia personal, la historia deportiva y las entrevistas, de gente como Abel Antón, Martín Fiz, Stefano Baldini, Vanderlei de Lima o Paula Radcliff. Calvo consigue transmitirnos la humanidad que esconden los superhombres. Ellos figurarán en nuestro Olimpo, pero no por el deseo de ser dioses, ni el suyo ni el nuestro, sino por el mero hecho de haber perseguido sus sueños. ¿Por qué corren? Con un estilo periodístico envidiable, centrándose en los hechos y no en las interpretaciones, Calvo nos propone, sin mentarla, una respuesta: corren porque la vida sin pasión es menos vida.

Fuente: La línea del horizonte

martes, 17 de septiembre de 2019

CONTRA AMAZON


Contra Amazon
Jorge Carrión
Galaxia Gutenberg
Barcelona, 2019
172 páginas

Pensamos que la inteligencia está diseñada para la creatividad, la aritmética, la memoria, las relaciones o la resolución de la lista de la compra, pero su función es, por encima de cualquier otra, la supervivencia. Las tortugas tienen su caparazón y los leones las garras, las ballenas el tamaño y las gacelas la velocidad. Por su parte, el ser humano dispone de un cerebro capaz de abordar problemas de muy diversa gradación, cuyo primer objetivo es la adaptación al medio. El pensamiento sería demasiado darwinista de no ser porque el medio lo está creando, a su vez, una parte de la estirpe de los humanos, con la connivencia de una buena mayoría, y no la deriva natural. Frente al medio artificial, de cemento y cristales, de algoritmos y Netflix, el cerebro humano se enfrenta a la paradoja de apañarse frente a un destino que, por fin, ha elegido él. Y el resultado es Amazon, es Tinder, el Ali Baba, es Facebook, es Google, es WhastApp y todas las aplicaciones del móvil, incluidas las de casas de apuestas; el resultado es la destrucción del entorno natural, al que debería adaptarse el cerebro, al que se ha ido adaptando a lo largo de siglos, gracias a invenciones como el arte, que en lo que nos atañe se refleja en la literatura, y su consecuencia, ese objeto llamado libro.
El sustrato sobre el que Jorge Carrión (Tarragona, 1976) construye las crónicas, entrevistas y ensayos que componen este volumen, Contra Amazon, puede antojarse hasta cierto punto reaccionario: el mundo ha sido mejor en algún momento anterior; la idea, sin embargo, dista de ser políticamente conservadora, como lo es la conservación ecológica o la preservación de culturas indígenas. Se trata de un concepto situado en un bando que Borges no dudaría en catalogar como anarquista: Carrión tiene fe en las personas, pero no en los estados; en cada uno de los textos, sobrevuela un empuje que pide que se impongan los sentimientos a los mercados. Carrión se apunta al pensamiento contraintuitivo atacando algo que, con mucha manga ancha y muy poco cariño, calificaremos como cultura oficial. Lo de oficial no tiene pérdida, pero sobre el concepto de cultura pueden correr ríos de tinta. A cambio, reclama la pervivencia del libro en papel, del librero y el bibliotecario como amigo, del autor en la proximidad y no en los pedestales, del amor al libro como objeto y a la literatura como sujeto. Aunque no todo el panorama sobre el que construye este ideario, que leemos entre líneas, es negativo y es conservador. Carrión se detiene en nuevas experiencias, mayormente asiáticas, que muestran cómo se puede actualizar nuestra relación con los libros y los textos, al tiempo que lamenta la desaparición de los lugares donde nos encontrábamos con ellos en un territorio más próximo.
El problema, seguramente, es que estos cambios, que han creado cerebros humanos con la única intención de ser ellos los que sobrevivan, en un purísimo ejercicio de darwinismo social, surgen con demasiada rapidez. Con poco más de cuarenta años, Carrión ya vive su pasado con una nostalgia que lleva a considerar, cada vez que se refiere a la infancia, a una época medieval. No hemos podido adaptarnos a la lectura digital y ya tenemos encima la siguiente etapa: la no lectura. ¿Leer post en redes sociales es lectura? ¿Es lectura abrir los libros de los youtubers que se venden en Carrefour? Lo que sí sabemos, seguro, es que leer Contra Amazon es literatura. Tal vez la más interesante que haya escrito Jorge Carrión, autor de novelas y libros de viajes, que como pensador va ganando con los años: siempre perceptivo, y ahora con un bagaje de erudición en el que sorprende la capacidad que tiene para asociar ideas. Un detalle de inteligencia, que no sabemos si es adaptativa, pero sí que se engloba en el planeta de la creatividad.

lunes, 16 de septiembre de 2019

PUSH


Push
Tommy Caldwell
Traducción de Rosa Fernández-Arroyo
Desnivel
Madrid, 2018
359 páginas


Por poco que uno haya vivido, a nadie le falta la ocasión en que la suerte le salvó de irse al otro mundo. La ha relatado una docena de veces en la barra del bar, cambiando esos detalles que hacen más sugerente, al menos como narración, esas vueltas de campana que dio al salirse de una curva mal peraltada, al hablar de ese ángel que apareció en el mar cuando estaba a punto de ahogarse o al mencionar los golpes contra las escaleras que se dio mientras rodaba hacia abajo tras resbalar con la cáscara de un plátano. Ante ese huracán de situaciones al límite, la gente responde con un “menos mal” o con una sonrisa, la misma gente que califica de locura a actividades como la escalada de dificultad, el Big Wall y las expediciones a Patagonia de un genio del atletismo, y de la meditación, como es Tommy Caldwell.
Push es la autobiografía de uno de los grandes, un tipo que vive tantas horas en la pared como en el suelo, alguien con unas ganas terribles de volar y con idénticas ganas de compartirla. Esta última afirmación supone tanto como decir que se ha pasado la vida aprendiendo a vivir y ahora quiere dictar en qué consiste eso que cree haber aprendido, porque da nada sirve vivir si no se ejecuta al compás de los demás, de los amigos, de los que queremos y de los que querríamos si llegáramos a conocer. En este libro se contiene el dictado de todas las aventuras de Caldwell, que se van extendiendo, glosando, con un placer del que disfrutarán, detalle a detalle, los aficionados a la montaña y a la escalada, pero también se contienen unas técnicas de meditación que hay que leer entre líneas. Meditar se puede practicar por el Tao o en los monasterios budistas, aunque la mayoría de la gente que la practica se queda en el método para turistas, exportado a gimnasios con salas aromatizadas por sándalo. Caldwell ha descubierto que la esencia de la propiocepción es tan interior que solo cabe descubrirla con un método personal. El mapa de los sentidos, las emociones y los sentimientos no se despliega sin ruido: desde que nos levantamos, en ese acto de resurrección que supone despertar cada día, nos acompaña una música interior que cuando se desafina conocemos como depresión. La meditación, y la escalada, al igual que el litio, sirven para entonar nuestra orquesta personal. Por eso Caldwell se muestra como un maestro espiritual, aunque su despliegue literario sea una muestra de técnicas de escalada y espíritu creativo a la hora de idear rutas en las grandes paredes.
Sobre todo, en el valle de Yosemite. Sobre todo, en el Capitán.
Porque ahí es donde se encuentra el hogar de Caldwell, su Ítaca, su amor. Una suerte que no cesa, una suerte por la que ha luchado hasta la extenuación, consciente de que la suerte nos la hacemos. Desde sus primeros pasos, y siempre acompañado por su padre, supo que no sería feliz viendo pasar a los peatones por la ventana. Y salió a buscar lo que otros esperan tanto tiempo sentados, frente al televisor, hasta que se dan cuenta de que se terminan los días y las noches, y ya apenas contienen energía para soplar las últimas velas de los últimos cumpleaños. Caldwell tiene un padre que es puro motor, pura gasolina. De hecho, su presencia es tan abrumadora durante las primeras páginas, que el espíritu del padre se arrastra entre líneas a lo largo de toda la biografía. En contraste, y sin que ello signifique ningún reproche, sorprende la ausencia de la madre, apenas mencionada, y de refilón, en un par de ocasiones. El tópico dice que cuando uno habla de su infancia mantiene a la madre en el limbo del amor, pues es ella quien le ha enseñado a querer y fue su ángel de la guarda. Pero en el caso de Caldwell, la presencia del padre desaloja toda el agua de la piscina, hasta que decide que incluso una persona tan atractiva, tan enérgica, tan entregada, puede ser plomo en las alas.
Caldwell presta especial atención a episodios fundamentales en su construcción sentimental: sus parejas y los inevitables vínculos y entregas, siempre relacionados con la escalada; su viaje a Kirguizistán y el episodio del secuestro, que se solventó con un acto tan brusco por su parte, que lo lamentará cada segundo que le quede por respirar, pese a que gracias a él sus amigos salvaran la vida; su descubrimiento de sus cualidades como escalador, en un planeta en el que los chicos tímidos apenas tienen otra presencia que no sea adornar las esquinas de los pasillos. “La simplicidad, la soledad y la belleza natural son los verdaderos tesoros de la vida”, afirma. Y es allí donde se reconoce, es allí, a la naturaleza, donde pertenecemos, donde todos tenemos nuestro lugar. El riesgo viene implícito a la costumbre de respirar, de dormir, de comer y de buscar cariño. Caldwell aprendió a gestionarlo, pues practica un tipo de escalada bastante seguro, mientras no privaba al tiempo que tiene por vivir de sal y de azúcar. En ese sentido, se comporta como el maestro que solo habla de lo importante que es estar aprendiendo.

martes, 10 de septiembre de 2019

LA CRONOLOGÍA DEL AGUA


La cronología del agua
Lidia Yuknavitch
Traducción de Rocío Gómez de los Riscos
Carmot Press
Madrid, 2019
344 páginas

Trasgresor, en el sentido en que podría ser trasgresor una mezcla de Charles Bukowski y Raymond Carver, en el sentido en que fue trasgresor confesar sexo explícito al tiempo que uno desnudaba su alma, en el sentido en que era trasgresor hablar con palabras gruesas en un medio, el literario, donde se supone que uno ha de cuidar el lenguaje, es un concepto ya divulgado, conocido, manipulado, un hábito, una región ya explorada por los narradores. Más aún cuando esa exploración se atiene a la propia vida o, para ser más concretos, a la parte de contaminación que nos toca recibir en la vida, a través de los cinco sentidos. En ese sentido, el libro de Lidia Yurknavitch, el viaje a la miseria de una sociedad demasiado pulida en los medios de comunicación y en el cine, la americana, no es nueva. Pero es buena. De hecho, el libro que traemos entre manos se plantea un fin de lo más atrevido: ¿el hecho de ser trasgresor -el libro, yo- me hace una persona de fiar?
Lo que sabemos que no resulta una garantía de confianza es, desde luego, una vida en la que no ha habido límites que hayamos bordeado, una vida convencional, una vida sin atractivo ni riesgo. En definitiva, una vida sin pasión, ni siquiera esas pasiones que uno no ha podido elegir, que le han atravesado como la flecha atravesaría una manzana y que hacen sentir que nuestros órganos, el corazón el primero, no tengan una consistencia diferente a la de la fruta. De esta manera Yuknavitch construye este relato autobiográfico que no carece de existencialismo, ni carece de espíritu punki. Así se nos va refiriendo, con frases cortas y muy secas, para intentar alejar la toma de posición sentimental, toda suerte de mutilación sentimental, toda suerte de emociones que en lugar de enriquecer van cercenando, invitándonos a ser menos humanos. El libro comienza con la muerte de un bebé y va saltando de naufragio en naufragio, aunque, para nuestra sorpresa, la presencia del agua no es, como en los naufragios, una amenaza, sino el sustituto del aire que respiramos cuando nos damos cuentas de que necesitamos respirar. Yuknavitch utiliza el agua en un sentido semejante al del bautismo: cualquier forma de acercarse a ella es un bautismo; en otras palabras, ayuda a renacer, a reinventarse. Es terapia contra la droga, contra el sexo mal entendido, contra el infierno de los demás, contra el alcohol, contra cualquier exceso, contra las obsesiones.
Entre salto y salto, de agua a agua, la forma de narrar de Yuknavitch pretende que le sangren los ojos al lector. Va aprendiendo las emociones una a una y así nos las describe, como si resultara imposible a la conciencia humana ser consciente de varias a la vez, porque tanta sensación nos derribaría. Hay mucho deseo, pero una limitada capacidad para afrontarlo. De hecho, los deseos y la realidad nos van ofreciendo contradicciones que nos sacuden los cimientos de lo que llamaremos capacidad de entender: “Durante los dos años previos a su partida del hogar edípico en el que vivíamos llevó siempre consigo cuchillas en el bolso”. Cuchillas en un hogar edípico es un oxímoron que provoca más pavor que todas las pesadillas de Stephen King reunidas en una baldosa. De ahí esta sensación que provoca la lectura, la de un inevitable retraso en la educación sentimental, la sugerencia de una imposibilidad absoluta de lograrla en condiciones decentes, la que implica un fracaso ineludible a la hora de intentar aprender a querer, y sobre todo a quererse a uno mismo.

domingo, 1 de septiembre de 2019

ENSEÑARLE A HABLAR A UNA PIEDRA


Enseñarle a hablar a una piedra
Annie Dillard
Traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara
Errata Naturae
Madrid, 2019
237 páginas

“Me debato entre la idea del planeta como hogar -una morada de piedra con jardín, acogedora y familiar- y la idea del planeta como territorio de exilio austero donde todos estamos de paso”.
Para que un libro reflexivo, lírico, intimista y sensitivo funcione, es imprescindible carecer de certezas. La escritura, entonces, es una invitación a ver, a leer, a escuchar, a estar presente y a buscar; la escritura desvela curiosidad y nos damos cuenta de cuánto echamos de menos esa virtud la mayor parte de los días de nuestra vida. Escribir se convierte en un acto que refleja la única rebeldía posible que comulga con la naturaleza: la de reclamar libertad. Se trata de poesía necesaria, no como el pan de cada día, pero sí como el aire que respiramos y que desearíamos que fuera puro.
De ese calado son los textos que se reúnen en este Enseñarle a hablar a una piedra, un libro que viene a reflejar la consistencia del alma, y de la mirada, de Annie Dillard (Pensilvania, 1945). Ya nos había sorprendido con Una temporada en Tinker Creek, un libro en el que quisimos habitar mucho tiempo, gracias al cual conocimos la Ítaca de Dillard, el lugar al que regresa en algunos de los artículos que forman esta obra. La mayoría son apuntes de viaje o sobre viaje, y todos tienen por referencia a la naturaleza. La escritura de Dillard se despliega suavemente, amablemente, convirtiendo aquello sobre lo que pasa -paisajes, lugares, encuentros, recuerdos- en metáfora; su espíritu destila salud, pero no del tipo de salud que uno obtiene de la alopatía, sino de la convivencia con el entorno, con la inocencia, con la ingenuidad de la naturaleza.
Dillard vive la Tierra como un milagro y desgrana milagros en los sucesos de la Tierra. Sin mencionarlo, está siempre pendiente de la hipótesis de Gaia, que oculta, en buena medida, detrás de su cristianismo, de su fe en Dios. Aunque reconoce que lo que le pertenece es la creencia, que ese es el anclaje que ha elegido, y no saber que Dios existe. Así, con dudas, nos habla de un arroyo junto a su casa, de un ciervo cazado en un lugar de Sudamérica y atado a una estaca, de los mitos de la épica en los polos, de un eclipse y los efectos de un eclipse, de las islas Galápagos o de cualquier asociación que le surja, siempre de forma espontánea, mientras practica la costumbre de vivir. Un hábito del que nos hemos alejado demasiado y demasiado pronto.
Se reconoce en Thoreau, como no puede ser de otra manera: “Caballeros urbanitas, ¿qué os sorprende? ¿Qué haya sufrimiento o que yo sepa que existe?”. Indaga sin exhibirse, con sumo respeto: “Me gustaría aprender a vivir o recordar cómo vivir”, porque tal vez nacimos sabiendo algo tan básico y los paradigmas sociales nos llevaron al olvido. Nos empuja a comulgar con Gaia y encontrar, así, una forma de rescate. Nos habla de un transcurso del tiempo que recorre el planeta a otra velocidad que no conocíamos, del silencio y del rezo, de la vida y del vacío que elegimos cómo rellenar y qué poner dentro, si es que eso es lo que nos conviene. Se convierte en maestra, tal vez en ocasiones afectada por espejismos morales, pero se trata de esa suerte de espejismos que jamás hará daño a nadie. En realidad, Dillard nos invita a intentar vivir con ella.