Durante dos años, en una época en que el tiempo
significaba más pausa y espera y la comunicación se demoraba incansables meses,
en una época en que recibir una carta consagraba a toda una familia a una
celebración, la voz de Sofía Casanova (Almeiras, La Coruña, 1861-Poznań, Polonia, 1958) se mantuvo
apagada. Hasta principios del año 2015 Sofía Guadalupe Pérez Casanova de
Lutoslawski había roto cualquier prejuicio sobre la mujer, al menos en lo que
respecta a la escritura, mostrando una potencia en los motores del trabajo
desmedida, despidiendo versos, crónicas y obras de teatro a través de su
imaginación y su capacidad para observar, si es que la segunda no es la
definición de la primera. No es que pareciera haber abandonado su oficio como
primera mujer corresponsal en un país extranjero, sino que hasta había faltado
a su cita anual con sus raíces. Sofía tenía la costumbre de regresar desde
Rusia o Polonia, cada verano, a su Galicia natal. Como Rosalía de Castro,
echaba tanto de menos el molino entre castaños, las hierbas del camposanto
donde enterró a su familia o las campanas del manzanal, que para no cambiar,
definitivamente, amigos por extraños, para no morir de soledad, viajaba durante
semanas por la piel de Europa y así recibir un tanto de su aldea natal. No
renunciaba a dejar cuanto bien quería y, a modo de recompensa, recorría en unos
paisajes en una época en la que los medios de transporte facilitaban al
pasajero sosegado la contemplación de estepas, ríos, valles y las montañas de
los Alpes o Pirineos.
Tuvo que llegar el año 2017, con sus diez días
que estremecieron al mundo, para que se arrojara a volver a dar noticias. El
estilo que refleja en sus diarios, contando cincuenta y cinco años, nos
recuerda al de su amigo Benito Pérez Galdós: “Dícese que Lenin formará para la
defensa de su Gobierno, si triunfa, el ejército rojo, reclutado en las
fábricas, en las aldeas, entre el proletariado cansado de la guerra, y que
-¡oh, ironía!- se arma y se apresta a luchar con sus hermanos para dar a Rusia
la Paz”. A las intenciones de Lenin las llamaba golde de Estado, a los
anarquistas y comisarios del pueblo, ogros; pero fue una de las primeras
personas que supo prever lo que se estaba fraguando: en contra del parecer
occidental, argumentaba que esa revolución sería duradera e implicaría cambios
inconcebibles en el mundo, pues a quienes la seguían no les faltaba una causa. Ni
tampoco el valor de los hombres, de los obreros, de los proletarios, a quienes
se calumniaba desde los órganos de Moscú y los periódicos llamándoles cobardes.
Para Sofía no lo fueron nunca, como demuestra que con su sangre defendieran en
las tres revoluciones rusas sus derechos a la paz y al triunfo del comunismo.
En cuanto a su postura como testigo, por momentos
a lo que más se parece es a reconocer el acierto de Stendhal en las primera
páginas de La cartuja de Parma,
cuando su héroe, Fabricio del Dongo, se encuentra en la batalla de Waterloo; en
contra de las narraciones habituales, Fabricio, como Sofía en San Petersburgo,
presencia actos de escala humana, un tiro suelto, una paliza, lo que parece un
cadáver, ruidos a lo lejos: “Gritos, silbidos de sirenas y disparos en esta
acera: puertas más arriba cortan con nuevos sobresaltos la intranquilidad de
nuestro sueño. Hay lucha en la calle, pero no puedo distinguir más que bultos
atravesando de una a otra acera. En la de enfrente agrúpanse, y una larga
mancha obscura parece un cuerpo inmóvil”.
Son frases dictadas, pues unos meses antes había
recibido un golpe en el ojo e iría perdiendo el don de la vista. Pero no la
intuición, que sin duda ya era hija de la multitud de experiencias. Y así teme
la llegada de los alemanes, que ya están en Finlandia con los cuchillos entre
los dientes. “El Simoun -nieve y sangre- del Norte nos ciega”, dicta, para
reconocer que lo que ella cree que sucederá no son certezas. Vaticina, eso sí,
que si los alemanes llegan a San Petersburgo sus enemigos históricos, los
burgueses, les harán una ovación, “pues el pánico que inspiran los leninistas a
los burgueses les hace apreciar el orden y la disciplina de los kaiserianos”,
una lección de guerra y, por tanto, una mala lección. Sofía era partidaria del
orden, temía al caos, pero no quería un orden bajo la bota militar ni impuesto
por la victoria en la guerra. Ese orden se asemeja demasiado al que reina en los
cementerios. De hecho, durante semanas después de la subida al poder de Lenin,
sigue escuchando disparos en las calles y denuncia la desaparición y los
saqueos.
Por lo pronto, en Rusia, tras el triunfo de la
revolución y los ocho días de asedio a Moscú, lo que espera al país es, para
ella, una catástrofe. Como en tantas guerras, falta el pan y sobran malhechores
valiéndose del poder de su fusil. El futuro no está escrito, pero Sofía da por
buenos sus días en Rusia mientras analiza cuál hubiera sido el resultado de
haber intervenido los cosacos obedientes al autócrata: tal vez la victoria
hubiera caído del lado del gobierno, sí, pero a costa de un derramamiento de
sangre, lo cual hubiera lamentado más que la victoria de los bolcheviques. Aun
así, guarda su curiosidad intacta y se empeña en asistir a las consecuencias de
la revuelta, hasta marzo de 1919, tras pasar una temporada dando cuenta de las
consecuencias desde una Polonia que había recuperado su independencia, cuando
abandona el país en dirección a París y luego a España. Mientras tanto, no deja
de registrar testimonios sobre muertes salvajes y hordas arrasando con bodegas
de vino y vodka, con lo que ello implica sobre una condición humana que ha
soportado toneladas de sufrimiento. Sofía habla de los hechos posteriores a la
revolución como de tapas de olla reventando con la presión; ve mucho odio y
lamenta la falta de respeto. Sus escritos son un claro ejemplo de la
deshumanización que hacemos sobre los otros cuando dejamos de verlos como
personas para pasar a considerarlos el enemigo.
Sobre la Rusia federal que acaba de forjarse, la
expresión más clara que utiliza es, valga la paradoja, que “surge de la
nebulosa”. Sin dejar de criticar la farsa democrática del anterior presidente,
Kerensky, que engañó al proletariado, considera que la que ha impuesto Lenin no
es menos teatro, no es equitativa, “armada de la piqueta anárquica y el odio de
clases”; pero al menos le concede el coraje de echar al vuelo la idea del
armisticio, “que es punto de luz en las tinieblas”. Todo un trabajo que
encomienda a los futuros historiadores. Ella, considera, solo podrá asistir a
la tormenta y a las aguas revueltas que impiden ver el fondo. “La democracia
sucia y execrada de Lenin y Trotsky está al
natural, no finge, no se adorna y no es tan espantable como se dice”. No se
puede reconocer mejor la ignorancia sobre el futuro: por delante, hagamos la
elección que hagamos, solo hay oscuridad.
Su aprecio por los zares, o por el culebrón de la
familia de los zares, los Romanov, ya había quedado plasmado en unos artículos
en los que, por otra parte, era crítica con los individuos, no con el sistema.
Sofía fue defensora de las formas de gobierno monárquicas. De hecho, su primer
mentor, cuando se preparaba para saltar de la adolescencia a lo que viene
después, fue el propio Alfonso XII. El rey se encargó de la publicación y
difusión de sus primeros poemas. La suerte de leerla es que, al contrario que a
Galdós, cuya ideología parece cambiar en el salto que lleva de Fortunata y Jacinta a los Episodios nacionales, sabemos
interpretar a la persona que hay detrás del texto. Católica y conservadora,
durante la Guerra Civil se sumaría a las filas franquistas. Ya entonces no le
era nada ajeno el sufrimiento y la sangre. Sofía fue, de hecho, una de las
primeras mujeres corresponsales de guerra en el mundo.
En julio de 1914 se encuentra en Polonia,
visitando a sus hijas, que llevan el apellido de su padre, Lutoslawski, un
hombre del que llevaba un tiempo separada, cuando estalla la Primera Guerra
Mundial. Resiste en Drozdowo un mes, antes de trasladarse a Varsovia, donde se
hace enfermera y reportera, por este orden, para atender a los soldados
moribundos. Eran años grises, cuando las heridas de batalla eran llagas
abiertas y vísceras al aire, con un contorno de barro y cenizas que construía
un estadio olímpico para las bacterias. En España se admiraba a los alemanes,
un fenómeno que quiso combatir con sus cartas al diario ABC, cuya respuesta fue
proponerle la corresponsalía permanente en Europa oriental. El transcurso de la
guerra la obliga a huir a Minsk, a Moscú y a San Petersburgo, llevando consigo
una maleta de cartón reforzado con cuero y a sus hijas. Hablaría sobre la
muerte de Rasputín y entrevistaría a Trotski, a quien consideraba el más
inteligente de los líderes de la revolución bolchevique, y a quien llamó “el
terrible comisario de Negocios Extranjeros”. La descripción del líder no carece
de curiosidad: no sabe si es simpático, pero no termina de ser atractivo, “acentúa
su tipo israelita la espesa melena revolucionaria, que enmarca con negrura su
rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy negras, son a
modo de pinceladas mefistofélicas en rostro cetrino”. Si en literatura se
describe con intención de mostrar el alma, Trotsky quedaba a años luz del
físico que a Sofía le resultaba magnético. Así y todo, reconoce que a cierto
tipo de personas no les puede resultas más arrollador, pues podría pasar por un
artista decadente y tiene un valor irreemplazable en aquella Rusia, que su
personalidad se impone en un plan político que cataloga como desconcertante y
trascendental.
Y a continuación expone un único párrafo, en sus
diarios, de aquella entrevista, aquel en el que Trotsky asegura que no cabe
hacer otra política en esos tiempos y, quién sabe, también en el medievo y en
el futuro. “El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de
que se haga”, dice el líder ruso. Esa es una receta que se ha impuesto desde
los tiempos de Abraham: ante el anhelo de paz, ofrecer esperanza. De ahí el
odio que puede generar la virtud cardinal. La esperanza, según el mito de
Pandora, es lo único que conserva la humanidad dentro de la caja de la que
escaparon todos los males. La interpretación es casi evidente: si estaba al
fondo de la caja, es porque los griegos la consideraban el peor de los daños
que podemos gestar. Esperanza y esperar tienen la misma raíz, esa que implica
paciencia y engaño, pues nada cambia si no nos ponemos en marcha. Si bien en el
caso de Moscú y San Petersburgo, los cambios que ve Sofía son plebeyamente
democráticos; a su juicio se ha impuesto una mala versión de la anarquía, esa
que acompaña a la ignorancia y al odio de los antiguos esclavos. Sofía vivió en
tiempos en los que no se conocía a Gandhi, pero bien podría haber prestado
atención a otras leyendas de las revueltas esclavas, como Espartaco… o como el
propio Jesucristo. “¿Qué pueblo podría ser feliz gobernado por el terrorismo de
abajo?”, se pregunta.
No sabemos bien a qué se debió su silencio, pero
se menciona con frecuencia a la censura. La última frase del párrafo anterior
da pie a ello. Su espíritu crítico, con todo, no carece de razón. Se pregunta
por la suerte de toda Rusia, el país más extenso de la Tierra, por la suerte de
las aldeas perdidas en la nieve, dispersas y sin tradición de independencia,
tal vez presas de otras formas de caudillaje o señores feudales, o de “la masa
villana”, tal vez en riesgo de caer en manos de algún bárbaro. Sin duda, para
ella Rusia es un país casi ingobernable desde la capital. La censura puede
apagar una voz que habla del “horripilante delirium
tremens de la destrucción inaudita”. En cualquier caso, dos años de
silencio supusieron que en España se la llegara a dar por muerta. Había dejado
a demasiados amigos detrás como para que nadie se preocupara por ella: en la
tertulia de su salón se citaba gente como Emilia Pardo Bazán, Ramón de
Campoamor, Blanca de los Ríos, Emilio Ferrari e incluso un autor de teatro
irlandés que responde al nombre de Bernard Shaw.
Fue allí donde conoció al filósofo y diplomático
polaco Wincenty Lutoslawski, de quien se enamoró oyéndole hablar de Platón.
Compartió con él algo más que la pasión por el filósofo griego. Tuvieron cuatro
hijas, aunque una de ellas falleció a los pocos meses, por una disentería. No
hubo catarsis literaria ni nada semejante para Sofía. El hachazo invisible y
homicida la derribó hasta el punto de que no cesaría de llorar por ella en los
sesenta años de vida que le aguardaban por delante. La tristeza puede llevar a
replegarse sobre uno mismo, pero Sofía siguió con la costumbre de vivir y le
salió al paso a los días gracias a unos viajes que le permitieron dominar el
francés, el inglés, el italiano, el polaco, el portugués y el ruso. Entrevistó
a Tolstoi y a Marie Curie. Escribió cientos de artículos y varios libros, y en
1925 fue candidata al Premio Nobel de Literatura.
Temió que la Segunda República supusiera en
España el terror que vivió en las calles y ejidos de Rusia, y optó por regresar
a Varsovia, desde donde cartas y crónicas en defensa del bando nacional. En
1938 conoce a Franco, quien se aprovecha de su popularidad para hacer
propaganda, pero, lo que será un tumor para ella, visitará Galicia por última
vez en su vida. “Adiós ríos, adiós
fontes, / adiós regatos pequenos / adiós, vista dos meus ollos, / non sei cándo nos veremos”. Un año más tarde, a una edad en la que la mayoría de las
personas optan por el retiro de la jubilación, se ve en la tesitura de retomar
las denuncias de la guerra, cuando las tropas de Hitler invaden Polonia. A
Sofía le dolió tener que dar cuenta de los campos de exterminio, tras haber
gritado al sur contra el acoso y derribo de los judíos del gueto de Varsovia.
Las imágenes de sus crónicas repiten las barbaridades que había presenciado
tras el triunfo bolchevique. Bajo el paraguas algo diplomático del embajador de
España en Berlín, da fe del hambre, las enfermedades y el genocidio. Dictó sus
crónicas a sus hijas y, más tarde, a sus nietos, para quien fue la mejor
profesora de español, estando casi ciega y con la convicción de que cuanto más
se odie la guerra, más necesario es dar fe de sus horrores. Mirar, con ese
temperamento con que los griegos definían a la esperanza, no sirve de nada; a
la guerra hay que acudir con las armas del lenguaje y el respeto. Así lo mostró
en sus escritos sobre la guerra del Rif o la Semana Trágica de Barcelona.
En el país del que nació el idioma que tanto
cuidaba, es una figura bastante olvidada. La mayor parte de sus libros están
descatalogados y los que se encuentran, han sido publicados por editoriales
poco comerciales. Hija de la pobreza, de una mujer abandonada joven por su
marido que sobrevivió gracias al dinero que les donaba un abuelo marino, Sofía
Casanova se abrió camino en un mundo en el que la palabra feminista todavía no
se había dibujado, gracias a la poesía y a carecer de miedo. Su vida pasa de un
pazo en una aldea a las tertulias del conde de Andino, tutor de Alfonso XII. El
propio Galdós fue promotor del estreno de su primera obra de teatro, en 1913,
una pieza dramática que criticaba un tanto a las sufragistas extranjeras, con
su afán de emancipación, y sobre la familia como centro espiritual de nuestra
cultura. Nunca ocultó sus tendencias conservadoras, que se vinieron abajo
cuando tuvo que romper, a su vez, con un marido que le era infiel, con un tipo
que buscaba un heredero varón fuera del matrimonio. Su ideario conservador,
monárquico y profundamente católico, del que se ha dicho que conserva a pesar
de su peripecia vital, es, en realidad, esa suerte de coraza térmica que le
sirve a las personas que son el músculo del mundo, a los creativos, a los
críticos, a los artistas, para sobrevivir. Y la supervivencia es un arte que
muy pocos saben practicar. Era rebelde, sí, como Gandhi, como Espartaco, dos
figuras ideológicas que la izquierda política mantiene en sus leyendas, y, pura
paradoja, al igual que ellos, era libre.