La ciudad solitaria
Aventuras
en el arte de estar solo
Alivia
Laing
Traducción
de Catalina Martínez Muñoz
Capitán
Swing
Madrid,
2017
280
páginas
“La
soledad es personal y es también política”. Entendemos que política, aquí, está
reflejando su significado más depurado: la polis, la ciudad, su gobierno y
nuestra intervención en ella. “La soledad es colectiva: es una ciudad”. Olivia
Laing (Reino Unido, 1977) recurre a la metáfora: uno mismo se basta para ser
ciudad, uno mismo contiene tanto como la suma de los individuos en el enjambre
que configura la ciudad. “En cuanto a cómo habitarla, no hay reglas y tampoco
ninguna necesidad de sentir vergüenza; lo que hay que hacer es recordar que la
persecución de la felicidad individual no está por encima de nuestras
obligaciones para con los demás ni nos exime de ellas”. Laing nos habla no del
derecho a la felicidad, sino del derecho a buscar la felicidad, en la ciudad
que uno es y en la que uno habita, junto con otros individuos que comparten sus
amistades o su soledad. “Estamos juntos en esta acumulación de cicatrices, en
este mundo de objetos, en este refugio físico y temporal que con frecuencia se
parece al infierno”. Juntos no es lo mismo que unidos. Los cuerpos están
juntos, las almas o las memorias, están unidas y sí, ese infierno al que se
refiere es la soledad urbana, que es el centro de interés que atraviesa este
libro escrito en un tono idóneo, a mitad de camino de la confidencia y el
ensayo. “Lo importante es la bondad; lo importante es la solidaridad. Lo
importante es que estemos alerta y abiertos, porque si algo hemos aprendido de
lo ocurrido en el pasado es que el tiempo de los sentimientos no durará
demasiado”. Así termina el libro, con esa hermosa metáfora para separar la vida
de la muerte: el tiempo de los sentimientos.
El
sentimiento del que nos hablará Laing no será la soledad, sino todo lo que
rodea, abriga o apelmaza la soledad. Sobre lo que supone social y
psicológicamente la soledad, cuando el tiempo se hace tan eterno que tenemos
ganas de que termine. Y está el arte, o los artistas, los solitarios, los
marginales, que son por los que ella se siente atraída, a partir de la
dificultad de su adaptación a la ciudad por excelencia, a Nueva York. El arte
que sirve para convivir con la soledad, o sea, para adaptarnos. La cuestión es
¿qué capacidad de adaptación tiene el solitario? Y ¿qué daño irreversible
provocan la sociedad y sus estructuras en el solitario? Teniendo en cuenta los
prejuicios y los lugares comunes, la soledad es una anomalía. O incluso peor
que eso, la soledad es un fracaso.
Laing
detecta en el solitario el peligro de borrar la empatía de sus pulmones, de
inhibirse por afán de autoprotección. Pero no considera la soledad como algo
único. Al igual que no existe la libertad, sino distintas formas de libertades,
por desgracia muchas veces incompatibles, existen diferentes soledades y lo que
las marca es el origen. Lo común a todas ellas es la hipervigilancia, el
sistema de alerta activado frente a la amenaza social. Las personas que reúne
en el libro tienen todas algo en común en su forma de soledad. Al margen de
vivir en Nueva York, la metrópoli más neurótica, la más histérica y, por tanto,
en buena medida la más atractiva, está una infancia difícil. Algunos de ellos
no solo difícil, sino muy violenta, desgarradora, que nos rompe los intestinos
cuando la leemos. Se trata de artistas marginales de los cuales Hopper y Warhol
son los más conocidos. Ambos enmudecían constantemente, sobre todo frente al
desengaño, que era proporcional al miedo a sentirse solos. Y no dominando el
arte del diálogo, es complicado formar parte de la tribu.
Los
otros nombres son Wojnarovic, que ya en su infancia ejercía la prostitución con
otros hombres y se alimentaba de cigarrillos, Henry Dager, un celador sin
conocidos con una obra monumental escrita y dibujada, Klaus Nomi, el andrógino
que acompañó a David Bowie inspirándose en el teatro Kabuki, o Josh Harris, un
emprendedor del mundo digital, que es quien consigue transformar el sentimiento
contemporáneo de soledad. Laing entra en la vida de todos estos personajes a
través de su experiencia propia, de lo complicado que le resultó adaptarse a la
Gran Manzana. Y se centra en la cualidad que explotaron para sobrevivir, como
la máscara de Wojnarovic, el inventarse un personaje, lo cual le otorgaba
cierta libertad. O la fantasía de Dager, calificada como sadismo sexual e
incluso pedófilo, pero que es la locura que le rescata de la otra locura, la
social, al llevarla en secreto. Tanto ellos como Nomi cargan, a mayores, con el
estigma de la culpa. En el caso de Nomi debido a la enfermedad que le causó la
muerte, el SIDA, que en los años ochenta todavía se consideraba un castigo
contra las aberraciones sexuales.
Pero
ahí está, finalmente, la función social de internet, que explota Harris. Es un
tipo creativo que sabe de la necesidad de tanta gente de tener otra vida al
margen de la física. De esta manera, las redes sociales o las páginas de
contactos se transforman en un oxímoron de los que hacen época: una ilusión
real. Acogerse a ello es algo muy propio de las ciudades y de los solitarios. Y
así Laing nos guía por lo concreto para hablar de lo abstracto, hasta llegar a ese
maravilloso párrafo con el que concluye este libro:
“La soledad es personal y es
también política. La soledad es colectiva: es una ciudad. En cuanto a cómo
habitarla, no hay reglas y tampoco ninguna necesidad de sentir vergüenza; lo
que hay que hacer es recordar que la persecución de la felicidad individual no
está por encima de nuestras obligaciones para con los demás ni nos exime de
ellas. Estamos juntos en esta acumulación de cicatrices, en este mundo de
objetos, en este refugio físico y temporal que con frecuencia se parece al
infierno. Lo importante es la bondad; lo importante es la solidaridad. Lo
importante es que estemos alerta y abiertos, porque si algo hemos aprendido de
lo ocurrido en el pasado es que el tiempo de los sentimientos no durará demasiado”.
Fuente: Culturamas