domingo, 31 de diciembre de 2017

LUZ EN LAS GRIETAS...

Y sobre "Luz en las grietas", lo leí y me gustó. Me gustó mucho, de hecho, y me dejó una sensación que hacía tiempo de que no encontraba en un libro, una sensación de verdad que por un lado me desconcertó pero por otro me fascinó.  Soy poco de frases lapidarias sobre libros, pero si tuviera que resumirlo en pocas líneas diría eso de "literatura de verdad" porque me parece que lo es en todos los sentidos. Me parece un libro muy valiente, por lo que cuentas y por cómo lo cuentas, y creo que solo por eso, y además por hacerlo bien, el libro merece la mejor de las suertes.

Javier Sánchez Zapatero, crítico literario y profesor en la USAL

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sábado, 30 de diciembre de 2017

Yo y el otro, él y el otro, la identidad y el otro. La fantasía de un pasado al que es posible volver

Yo y el otro, él y el otro, la identidad y el otro. La fantasía de un pasado al que es posible volver


Cuenta Manuel Vicent en una columna publicada hace años, tantos que se antojan siglos, la historia de un mielero que entraba en el Tribunal Supremo de vez en cuando. En las alforjas cargaba productos puros de la tierra, que no sonaban al pasar bajo el arco detector de metales, y saludaba con tal confianza a los guardias que éstos daban por supuesto que se trataba de uno más de la casa. Describe Vicent el edificio como un lugar “donde se impone el silencio que deriva de gruesas alfombras, cortinajes densos, maderas oscuras, recorrido por infinitos pasillos por los que de vez en cuando cruzaba una secretaria con un sumario amarillo”. El mielero entraba en el despacho de un juez o del fiscal jefe, se quitaba la boina y vendía embutidos, queso y miel de la Alcarria. Y al abandonar el edificio, si alguien le preguntaba dónde había estado, el mielero habría levantado la boina para rascarse el cogote, sin dejar de alzar los hombros y las cejas. Se trataba, en suma, de un hombre de pocas palabras.



A la par que releo la columna de Manuel Vicent, topo en las redes sociales con un comentario de Alejandro Gándara que tal vez ponga peso en el otro lado de la balanza. Gándara acaba de leer Tribu. Sobre vuelta a casa y pertenencia, el ensayo de Sebastian Junger (Belmont, Estados Unidos, 1962) que acaba de publicar Capitán Swing. Junger defiende de forma eficaz el abandono de las promesas de la civilización. Para ello se sirve de hechos como el numeroso grupo de colonos que una vez conocida la forma de vida de las tribus indias, prefirieron ésta a la invención de Caín. O al menos optaron por imitarla en sus ropajes, sus armas y herramientas, como Áyax heredó la armadura de Aquiles. Junger, según interpreta Gándara, piensa que su elección se debe a que consideraron la sociedad india como más satisfactoria y mucho más libre. Lo que obvia Junger, de forma claramente intencionada, es la suma que sí se añadió conjuntamente a la reivindicación de vuelta a la naturaleza gracias a la sociedad occidental de los últimos tiempos, como la igualdad entre sexos, por ejemplo, y tal vez los derechos del niño y el respeto a los animales domésticos, márgenes de mejora que hacen de la sociedad india una sociedad también incompleta. Pero si Gándara apunta a un defecto en el ensayo de Junger, este es “el factor regresivo: el miedo a la incertidumbre, a lo desconocido, encarnado en un futuro que apuesta siempre al riesgo (de los cuales, efectivamente, la exclusión es uno de ellos)”. Dicho de otra manera, apuesta al y apestaa riesgo. Gándara da por supuesto que la vuelta a casa supone la conciencia de ir a un lugar seguro y palpable, algo que no es universal. Y aprovecha para denunciar la fantasía de unos tiempos pasados y mejores a los que es posible volver, una idea ciertamente reaccionaria y, a su juicio, anticrítica, porque el regreso es miedo y horda, mientras que el destino no está dibujado.



Sin embargo, el libro de Junger versa sobre lo que nos une. Lo que provoca miedo y horda lo deja al margen, y dado que se trata de un corresponsal de guerra, bien sabe a qué se atiene. Junger parte de un hecho real, actual, y que seguro estará presente en el futuro, como es el trastorno de estrés postraumático, es decir, las neurosis propias de la civilización y que provocan el aumento exponencial del consumo de pastillas para dormir. En el destino, lo que nos espera, dada la trayectoria, es también un oscuro miedo a no descansar, y horda, con la paradoja de ser horda compartiendo la soledad entre cuerpos. Junger se sirve del término tribu para referirse a un modo de sociedad en la que la presencia del otro sirva para sanar. Lo que sucede es que los ejemplos los encuentra en el pasado. A la hipótesis de Junger convendría añadir la belleza de libros como Una temporada en Tinker Creek, de Anne Dillard (Errata Naturae), en el que la protagonista se cura de los males que afectan a la respiración gracias a convivir con un entorno que se asemeja a la lectura de Hojas de hierba. En la tribu, según Junger, Dillard y el mielero de Vicent, se coopera. En la sociedad, cuyo destino Gándara sospecha no podemos definir, se compite. Y eso augura más fraude y más cobardía. Mientras que lo que nos reconciliará con la vida será o el diván vienés, o la comunidad donde el cooperativismo surja de forma natural, algo mucho más práctico y que, ya lo comenta Junger, se ha dado en la historia en tiempos en que la vida no permitía el lujo de acogerse a enfermedades burguesas, que son las que se curan gracias al psicoanálisis.

La tesis de Junger ya aparece recogida en el clásico Ensayo sobre el exotismo, de Víctor Segalen (La línea del horizonte). Junger menciona cooperación, Segalen estética de lo diverso, para a continuación sacar la naturaleza humana al exterior. De alguna manera, el libro trata sobre la naturaleza exohumana que es, necesariamente, la que nos pone en contacto con los demás. Tanto Junger como Segalen consiguen, por diferentes vías, dotar al otro, a él, de una tercera dimensión. En una época en la que cualquier forma de viaje se ha transformado en una versión más o menos sofisticada del turismo, el otro se ha aplanado: lo conocemos a través de dos dimensiones, las de las pantallas o las de los cristales, aunque estos sean los de las ventanas del hotel o del autobús, y las pantallas las de los portátiles y los smartphones. Segalen baja lo divino a lo humano, aboga por conocer al otro, al diferente, en una relación horizontal. También se enfrasca en la búsqueda y no en las certezas, pero sí que sabe que, sin el respeto, no conoceremos la identidad del otro. Por si esto no fuera suficiente, el miedo a que el otro no conozca nuestras identidades debería bastar para tomar en consideración las hipótesis de Junger y Segalen.

Entre las últimas publicaciones descubrimos un libro que se enfrasca de lleno en esto, casi sin querer. Porque cabe dudar que Mathias Enard estuviera pensando en la tercera dimensión del otro mientras escribía Brújula (Literatura Random House). Y este es, sin embargo, el mayor logro del libro, su principal virtud literaria. El texto se demora tanto como los recuerdos de un anciano que en la última noche revisa su mayor amor, su amor imposible, el que no le ha permitido volver a enamorarse. Con esta mujer compartió viaje por Oriente Próximo y aquí saltan todas las alarmas. Estamos frente a una revisión, eso sí, del orientalismo. Y de eso es tan consciente Enard que, en el momento en que el nombre de Edward Said sale a la palestra, los personajes deciden echar la marcha atrás: “Said había planteado un tema incómodo pero pertinente, el de la relación en Oriente entre el saber y el poder”, comenta el narrador. La novela presenta la relación de un viaje en el que los protagonistas visitan los lugares afectados por hologramas sensibles que ellos generan al recrear el pasado. La memoria es algo más bien triste y el consuelo es la música. La obra contiene muchos valores, que ya se han declarado en cientos de críticas, pero es tan tranquila y hermosa como peripatética. Que es, al fin y al cabo, lo que pretende. De hecho, Enard ejecuta un ejercicio de estilo de larguísimo aliento, al escribir como piensa el narrador, siguiendo el dictado de Montaigne de que uno piensa como orina. Pero orine como orine, Enrad y su narrador piensan en los demás como seres de tres dimensiones: el recuerdo en condicional de los mejores días de su vida, en contacto con personas que sanaban todo con la mirada, expresa al mismo tiempo bienestar y locura.

Enard, como Segalen, como Junger, como Dillard, a la hora de la verdad, casi como cualquiera con la cabeza en su sitio, si tiene que elegir entre el mielero de Vicent y el hombre sin atributos que Gándara supone en el futuro, opta por el mielero. Una profesión que, por cierto, ya ha desaparecido. Pero queda inventar un sustituto directo en el destino, un nuevo mielero, sin estrés postraumático, ni miedo ni horda, a no ser que caigamos en la máxima expresión del existencialismo, y refugiándonos en el tópico de que el destino no nos lo hacemos, nos atengamos al fraude y a la cobardía.

En cualquier caso, la lectura de los libros apuntados nos reconforta, pero Gándara hace bien en avisarnos de que no debemos bajar la guardia, y mucho menos en lo exohumano. Sobre todo, teniendo en cuenta que la lectura, una forma más de posibilidad de concebir la tercera dimensión del hombre, baste el ejemplo el paréntesis en la vida de Dillard semejante a la lectura de Hojas de hierba, empieza a caer en encasillamientos inexplicables. Digo esto después de leer una reseña de una novela en la que se supone que se indaga en la naturaleza del hombre moderno, pero para la que se utilizan expresiones como: “ideada a base de estructuras codificadas, nebulosas y tensas conexiones rizomáticas”, “un artefacto construido por transcodificación” o “subvertir taxonomías”. Por mi parte, yo alzo la boina, como el mielero, me rasco el cogote, pongo gesto de interrogación y me marcho a ver si encuentro una tribu en la que curarme de la deriva social y literaria, antes de que se me venga encima la horda y el miedo, o de averiguar qué me trae el destino.

UNA TEMPORADA EN TINKER CREEK


Que la filosofía es un subgénero de la poesía lo enunció, hace siglos, Michael de Montaigne. Y hasta hace unas décadas, esa idea fluía incluso por los premios de ensayo. Como el Pulitzer con que se galardonó a este libro sereno y sensato, que se parece más a un rezo que a una tesis:
“Soy la superviviente raída y mordisqueada de un mundo caído y me las arreglo bien. Envejezco y me comen, aunque yo también he comido. No estoy limpia ni soy bella ni tengo el control de un mundo brillante donde todo encaja, pero en cambio estoy deambulando sorprendida sobre un fragmento de madera, vestigio de un naufragio, al que he venido a cuidar, cuyos árboles roídos exhalan un aire delicado, cuyas criaturas ensangrentadas y llenas de cicatrices son mis compañeras queridas, y cuya belleza palpita y brilla no en sus imperfecciones, sino a pesar de ellas, de un modo sobrecogedor, bajo las nubes rasgadas por el viento, aguas arriba y abajo.”
La cita es extensa y se ubica hacia el final de la obra. Aunque bien podría ser el primer párrafo, porque resume la espiritualidad que aflora una y otra vez. Resume la poesía que contiene el paso de Annie Dillard por el arroyo de Tinker Creek, de otoño a invierno, y sin duda bajo la ineludible influencia de Walt Whitman. Es imposible leer este prodigio y no recordarnos al poeta de Nueva York. Hojas de hierba termina como termina Una temporada en Tinker Creek, con el autor ya saciado de la creación, de la naturaleza. Ambos comulgan con la mirada inocente sobre un mundo viejo: “contando algunas historias y describiendo algunas de las imágenes de este valle más bien manso, mientras exploro, con temor y temblor, algunas de las ignotas y tenues extensiones e infames fortalezas a las que nos conducen tan vertiginosamente esas historias e imágenes”. La cita hace referencia a lo que uno hereda de Thoreau. Pero también a la pasión tan razonable de la época en que se reclama el retorno a la naturaleza al tiempo que el desarme nuclear. Es Thoreau y Whitman, sí, pero también es Woodstock. Es una espiritualidad si dios, o que no formula la pregunta qué o quién es dios, porque para eso están los animales y las plantas: los insectos y las arañas, con una belleza atroz, o todo el universo contenido en el polvo de las alas de una polilla. Pero el mundo en el que se asienta huye de la sofisticación de la ciudad, porque uno necesita tener conciencia, pero no exceso de conciencia. Y ese equilibrio lo otorga la ribera de un arroyo.

Y la naturaleza se concibe como la Creación, sin decantarse por lo religioso. Porque sí reclama alimentar el espíritu, pero no a través de la tradición, sino con el descubrimiento autónomo, con cierto orientalismo (“soy la superficie del agua con la que juega el viento”), con la constante duda sobre qué es el hombre dentro de lo natural (“o este mundo -mi madre- es un monstruo, o el engendro soy yo”). La naturaleza es forma, pues, pero también es energía. Porque la energía, que puede tener la forma de un poema, será la herramienta que la ingenuidad utilice para descubrir que toda la creación está en el bosque de ribera de un arroyo.Dillard no se detiene en los poetas americanos. La creación de su país se lee entre las líneas, o al menos la creación de la parte de su país que toma buena nota del bien que nos hace el bosque. Pero el sentido de creación es mucho más amplio. La Biblia habita en los párrafos, con citas y con las ceremonias que ella ingenia para sostener su aliento. Al fin y al cabo, Dillard se alejó hasta Tinker Creek para terminar de sanar una neumonía. Y para muchas culturas la respiración, el aliento, es el alma. Los árboles y los pájaros son encantadores compañeros de territorio. Pero la atención más especial es la que presta a los animales pequeños. Como si la etología de insectos, larvas, arácnidos o ranas, como si una célula de uno de estos minúsculos animales fuera el Aleph: si uno la mira atentamente, contemplará el universo desde su creación hasta el futuro. “El universo podría parecerse más a un gran pensamiento que a una gran máquina”, confiesa. Pero no cierra la hipótesis. El universo de Dillard contiene los viajes al norte y la admiración por los inuit, junto a las migraciones de las aves, todo ello representando la extrema convivencia con la naturaleza.

MUERDE ESE FRUTO

Muerde ese fruto

Aharon Quinconces

Tolstoievsky
Alicante, 2016
140 páginas

La novela urbana es como un cadáver con prótesis de plástico: por más que uno se empeñe en enterrarla, una buena parte de ella no se degrada. Las razones pasan por la falsa expectativa que supone la novela urbana: catalogamos como tal a obras que suceden en las ciudades, porque las ciudades permiten reunirse a gente de diversa condición, distinto estrato social y con variados oficios, en un espacio limitado por las calles. Dado el origen, con frecuencia desconocido, de cada uno de los que intervienen, el protagonista desconfía de todos. La desconfianza se traduce en la manía de expresarse con paradojas, un juego casi cínico en el que los escritores se mueven como pez en el agua, pero un juego, al fin y al cabo, tan limitado como el espacio de las calles. Sin embargo, una novela urbana tendría que ser un ladrillo enorme en el que la principal característica fuera la que define a una ciudad: que la gente no se conoce. Mientras tanto, asistiremos a ese cadáver con más prótesis que órganos, que es la novela que reúne a gente de estirpes variadas por lo general alrededor de un cadáver. Y el cadáver suele aparecer en la primera página.
Aquí es donde Muerde ese fruto, novela urbana, se desliga de las demás, pues el cadáver aparece hacia el final del relato, y no es lo que más peso tenga en la trama o, para ser más precisos, en el desarrollo de la novela. Porque Muerde ese fruto es una novela con más desarrollo que intriga. No importa tanto si existe un culpable en la muerte de ese futuro cadáver, como las etapas urbanas por las que pasa el protagonista. Este va saltando de escenario a escenario, cada uno de ellos caracterizado por un elemento clave: la música pop, la droga, el bar que no podía echarse en falta, el hospital, las putas, el periodista y, sobre todo, el tipo de gente a la que atiende un periodista de provincias, cabezas de ratones, o de ratoncillos o de ratas, como concejales de urbanismo o toreros. Y también está a la gente que sí conoce, con bastante convicción, el protagonista, que fueron sus compañeros de instituto, con los que queda a cenar.
Todo esto, como es fácil suponer, da como consecuencia el costumbrismo. Pero un costumbrismo que está en función de algo. En primer lugar, de delatar que las relaciones raramente son buenas. Ni siquiera las de pareja. De hecho, las relaciones entre hombre y mujer suelen venir enlatadas en dominación o con la etiqueta de sexo. Y los matrimonios son una situación falaz, algo falso, algo social, que la mujer, más que el hombre, necesita creer como quien se confía al ancla en un tifón. Pero donde Quincoces da en el blanco es en la constante presencia de los ansiolíticos y las pastillas para dormir. Estas nuevas drogas son, junto al hecho de que la gente no se conoce, lo que caracteriza a la ciudad. Las neurosis urbanas te las resuelve Bayer. Por esa razón las descripciones de la ciudad que atraviesa el protagonista se atienen a las partes del cuerpo que no son prótesis: carne, sangre o virus, son algunas de las fórmulas que utiliza para relatarla. Y luego está la necesidad de denunciar el sistema sanitario, tan podrido en esta novela como en El jardinero fiel. Y que es el detonante de la acción, antes de que aparezca el cadáver.

TIENE QUE SER AQUÍ

Tiene que ser aquí

Maggie O’Farrell

Traducción de Concha Cardeñoso
Libros del Asteroide
Madrid, 2017
470 páginas
Recomendación muy alta: una de las pocas ocasiones para reconciliarnos con la gran novela.
Existen las enfermedades concretas y existe una enfermedad total. Su nombre lo conocemos todos, pero se hace más y más patente al ser padre, dice el tópico, en tanto que ya debería haberse apoderado de nosotros al ser hijo, cuyo rango coloca Maggie O’Farrell (Corelaine, Irlanda del Norte, 1972) en la misma línea de flotación que la maternidad. Existe una dialéctica de las alergias, como existe una dialéctica de los vínculos fraternos y maternos. En ellos la bondad es celestial y la maldad un infierno, es decir, la relación entre padres y madres con los hijos, o entre los hijos con sus progenitores, pertenece al terreno de la teología. Lo malo es que en esta ciencia existe la tesis, la antítesis, pero no la síntesis. El virus que te da la vida es el polen que te mata. Esta historia se puede concretar en una invención con múltiples formas, pero no todas ellas se adaptan mejor a la novela que al cine. El caso de Tiene que ser aquí es de los que solo se pueden contar en forma de novela. Y no por alardes lingüísticos, a pesar de los recursos de O’Farrell y de que esa sea la especialidad de uno de los protagonistas, sino por la estructura y la complejidad cronológica, que solo puede resolverse gracias a los nombres: los de los actores y los de los lugares.
Uno puede imaginarse a O’Farrell frente a una pared en la que ha ido pegando los rostros de los personajes, los sitios donde sucede la acción, los sucesos que determinan el temperamento ocasional y toda una red de líneas rojas que unen a cada partícipe de la novela con los demás. Todo un alarde de vínculos, digno de una película en la que los detectives precisan de metros cuadrados de pared para reproducir el esquema de su investigación. Esa es la impresión que da, a no ser que O’Farrell tenga una mente prodigiosa y sepa moverse en el fichero con la facilidad de un bibliotecario con más años de labor de los que ella tiene de vida. La historia, en realidad, es muy sencilla: una pareja ha decidido, por diferentes razones, irse a vivir una segunda vida a un rincón idílico de Irlanda. Él viene de Estados Unidos, de un matrimonio fracasado, de un duelo incompleto por una hija. Ella viene de Suecia, huyendo del éxito del cine y de una pareja con el ego por montera. Lo que él oculta y los celos de ella harán de la relación otro imposible, que se resolverá, para bien o para mal, pues no desvelaremos cómo termina la novela, gracias a los hijos, los de las relaciones anteriores y los que ellos han tenido. A lo largo de la novela, el tiempo se balancea. En general durante los años de convivencia, desde su encuentro hasta su ruptura, pero en ocasiones el arco se amplia en décadas, las suficientes como para explicar de dónde viene cada uno de ellos, qué les ha construido. De hecho, los capítulos más inmediatos en los que uno de ellos es personaje central, están narrados en primera persona, en tanto que los más alejados, o en los que un tercer personaje es el centro de interés, se explican con un narrador omnisciente. Lo que parece va a obligar al lector en exceso, se transforma, a medida que pasa las páginas, en un atractivo más. La cronología es fácil de seguir y uno relaciona, inmediatamente, la necesidad de retroceder o avanzar en el tiempo.
Pero sí existe un tema que flota constantemente, que es la dificultad de hacerse adulto. Eso sucede a cualquier edad. Porque el problema de hacerse adulto no radica tanto en la capacidad para hacer una declaración de la renta o resolver con solvencia un trabajo de despacho o social. La capacidad de asumir la consecuencia de las decisiones será lo que delimite la frontera entre ser adulto y lo que sea que uno es antes, que no es necesariamente una adolescencia. La inmadurez marca, pero marca sobre todo porque uno es inmaduro si no entiende la culpa, algo que parece inevitable si uno toma consciencia de estar hecho de recuerdos. De ahí que los dos personajes centrales de la obra busquen un espacio para pensar, porque pensar es algo que solo puede hacerse sin ruido. Fuera de eso, no coinciden en casi nada que no sea el amor por los hijos. Los huecos que quieren dejar en el pasado, como si pudieran empezar desde cero, matarán como mata una alergia. Y esta ciencia es casi una teología, pues habla de la dificultad de vivir. Pero Maggie O’Farrell plantea y resuelve la obra de forma que solo pueda ser contada en forma de novela, de una de esas novelas seductoras, de casi quinientas páginas, que uno lee en un fin de semana. Lo que salva a esta novela, al margen de todos los atractivos que hemos expuestos, es, precisamente, que solo puede expresarse como un relato escrito. Un gran relato escrito, con personajes de carne y hueso como en el cine, pero construido de una manera que el cine todavía no ha sido capaz de igualar, porque no se describe igual que se ve, y la descripción, de los acontecimientos, de los lugares, de las sensaciones, de la culpa, es uno de los puntos fuertes de la historia.

ESTABULARIO

Estabulario
Sergi Puertas
Impedimenta
Madrid, 2017
250 páginas
Se cuenta que los soldados de Atila no tenían dientes, y que con las encías peladas trituraban habas secas antes de entrar en combate. Esos mismos soldados impusieron el terror en naciones dominadas por los papas y el imperio cristiano. Pero Atila murió, se cuenta, por culpa de la alergia a las rosas amarillas. De eso se trata, de una alergia capaz de triturar a las tropas de Atila, del polen asesino que asesina al matón capaz de acumular millones de cofres con monedas de oro producto de la rapiña.
Si uno estornuda a principios de la primavera, por primera vez en su vida, y conoce la historia de Atila y sus hordas, se temerá lo peor y sospechará que en cualquier esquina un navajero está dispuesto a arrancarle un riñón para venderlo en el mercado de órganos de segunda mano. El navajero puede ser un pequeño Atila, un jefe militar prodigioso con la precisión de un cirujano, pero su principal enemigo era la costumbre que tienen las flores de actuar como aparato reproductor. ¿A cuento de qué viene la historia de Atila y su actualización a pequeña escala? No es difícil imaginar que si nos referimos a esa historia no es porque sea el vínculo que une los relatos de Estabulario. No. No es el vínculo, pero sí el espíritu.
Sergi Puertas (Barelona, 1971) cuenta en su pasado, entre otras causas, la de haber dirigido la revista El Víbora. Todo un documento de una época en la que los escaparates de los quioscos ejercían de caballos de Atila. Hace un par de décadas, uno se detenía en la parte trasera de las casetas para buscar la portada de la chica con las tetas más grandes, o el cómic con más capacidad de epatar a los burgueses. Porque a esa tradición se correspondía El Víbora, a la de azotar a los burgueses que vivían bajo el yugo y la tradición del sacro imperio cristiano.
Pero uno tiene la maldita manía de no morirse en la adolescencia. Y eso le supone ir creciendo hacia algo que no nos atrevemos a llamar madurez, aunque solo sea por cuestión estadística. Aquí, en lo que viene después de la adolescencia, es donde encontramos a un Sergi Puertas que ha descubierto la escritura. Gamberro y surrealista, buscando el paradigma de lo grotesco y el sensacionalismo de un mundo paralelo, este conjunto de relatos es un empujón hacia la maldición que es saber que el humor, el mucho humor, es algo muy serio. Demasiado serio. Tanto como para que desconozcamos si hay más realidad en él o en la muerte de Atila asfixiado por el polen de las flores amarillas. Por cierto, el sensacionalismo al que se refiere Puertas es, con frecuencia, hijo bastardo de la prensa amarilla. Y ese término, prensa amarilla, surgió de un combate entre dos periódicos por los derechos del protagonista de unas de las primeras viñetas de cómic de la historia: The Yellow Kid. Toda una espiral para culminar cerrando el círculo. Si es que esa paradoja, como las desmesuradas que presenta este Estabulario, es posible. Nuestro consejo es que bajen el puente y dejen entrar a las tropas de Atila, porque los relatos de Puertas pueden arrasar con lo que tenemos tras la vitrina del salón, pero no nos van a hacer daño.

CORÓNICAS DE INGALATERRA

Corónicas de Ingalaterra
Una visión crítica de Londres
Eduardo Moga
Varasek
Madrid, 2016
307 páginas

Si Londres muriera, sería enterrada con honores militares del siglo XIX. Salvas con bayonetas, misa en latín con traductor simultáneo, incluido el traductor para sordos, un paseo silencioso por barrios de casas con buhardilla y gatos sobre las tapias, que evitaría las calles del Soho, aunque las prostitutas de Londres habiten ya en arrabales y sean mestizas. Lo que cuenta es conservar la fama. Las puertas del British Museum se cerrarían y un crespón negro se colgaría en cada estatua, incluida la del almirante Nelson, a quien se fotografiaría asegurando que se le veía caer una lágrima. Los policías dejarían sus nuevas gorras de plato y cuadrados blancos y azules, para ponerse el uniforme de gala, ese que lleva un orinal en la cabeza. Si Londres muriera, seguiría siendo el mismo Londres de hace siglos, el mismo Londres que visitó Julio Camba o Ignacio Carrión, un sitio raro porque los coches circulan por la izquierda y los punkies lucen crestas de gallo diseñadas por alcohólicos de cerveza negra. Sería el mismo Londres en que se jugaba al fútbol con pelotas de cuero reforzado y volvería la tristeza durante un día, de tal manera que el vaho de sus habitantes haría regresar la niebla que desapareció el día en que se puso filtro a las chimeneas de las fábricas. Pero al día siguiente el Speakers Corner se llenaría de orates, las cabinas se barnizarían para que posen junto a ellas los turistas, el Big Ben volvería a dar las horas con una puntualidad marcada por la ciencia de Greenwich, la gente sería amable y, sobre todo, se hablaría inglés. El inglés es un idioma muy extendido, a pesar de ser originario de una parte de las islas británicas. Se conoce como inglés, no como británico, una batalla que ganó Londres al mundo, como la ganaría Burgos si nuestra lengua se llamara en todo el planeta castellano y no español. Y además, Seguiría siendo un sitio caro, carísimo, excepto los museos nacionales, que seguirían siendo gratis.
En Londres, uno siempre es un invitado.
Debe existir, sí, el londinense, la persona cuyo árbol genealógico no saca sus raíces de Londres en centurias. Pero los demás, quienes se afincan para el resto de la vida o quienes pasan allí un fin de semana, siguen siendo unos invitados a esa ciudad en la que cuerpo y prótesis son una misma cosa. Eso sí, las prótesis se las ingeniaron para gestarlas cuando se inventó la literatura, y se las ingenian para mantenerlas igual de seguras. Los genuinos de Londres son aquellos que defienden que las cosas están bien como están, porque siempre han estado así. El problema para el visitante, para Julio Camba, para Ignacio Carrión, tal vez para Azorín, para Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es cómo describir el Londres que visita. Si lo vista, pues, no puede ser otra cosa que un espectador más o menos sofisticado: desde el voyeur al peatón que no se acostumbra a que los coches circulen por el lado contrario. La crónica será costumbrista, porque muerto y resucitado, Londres es una costumbre. Y el lenguaje tendrá cierto tono antiguo, como de buena redacción escolar de los años sesenta, cuando las normas las dictaba Lázaro Carreter y se imponían en los colegios de curas. El Londres que Moga ve, es el Londres de siempre. Los encabezados serán los tópicos del lugar. En un lugar en que los tópicos dan para una enciclopedia. La mirada entre la extrañeza y el humor, porque en Londres lo que uno no pierde es la esperanza en que lo que suceda provocará una sonrisa. Da la sensación, leyendo a Moga, de que la inocencia es una virtud que se conservará siempre en Londres. Pero uno puede subirse a un pedestal o a unas escaleras para observar la ciudad. Moga no la visita en horizontal, a pie de calle, de modo que los árboles no le permitan ver el bosque. Moga quiere ver el bosque y para eso es preciso elevarse. De ahí que forme bajo sus pies un cierto empaque de conocimientos, de competencia, de orgullo se saberse una de las personas mejor preparadas para transmitirnos qué o quién es y ha sido, por los siglos de los siglos, Londres.

DIARIO DE OAXACA

Diario de Oaxaca

Oliver Sacks

Traducción de Jordi Fibla
Anagrama, 2017
176 páginas

     El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, ¿por qué queremos tanto a Oliver Sacks? Esta obra menor, por su extensión, por su sencillez, nos facilita la respuesta: porque un tipo capaz de enamorarse de las esporas de los helechos, cuando está junto a un enamorado de las esporas de los helechos, pertenece a la raza más humilde y más increíble de los seres humanos: los que no se cansan de aprender. Su relación del pequeño viaje es impresionista, fragmentario, ligero, pero sobre todo personal. No hay nada universal en la literatura, al menos en esta literatura, que, sin embargo, trata sobre lo más universal que existe si nos dejamos llevar por la vida: la pasión.

     
            Durante unos días, Sacks viaja hasta Oaxaca, México, en compañía de unos botánicos que se disponen a estudiar los helechos de la zona. Este diario, transparente, refleja las ganas de conocer, de ver el mundo a través de los ojos de los demás. ¿Existe otra forma de sabiduría? Sacks ya era un erudito cuando se embarca en el avión, conocía todo lo que hacía falta conocer sobre el árbol de Tule, sobre las ruinas de Monte Albán, sobre México, pero a pesar de todo disfruta. Incluso disfruta de mostrarse como un turista que bebe un batido en una terraza del zócalo de la ciudad. Pero su principal bondad se expresa a través de lo generoso que se muestra con los que aman su campo de estudio, por muy alejado que esté de la neurociencia. Sacks habla de la botánica como la ciencia de la parsimonia, del hombre lento, de lo más asequible a cualquier aficionado. De hecho, su relación con ella se centra en pequeños placeres que a uno le pueden salvar una jornada: el tabaco, el chocolate, los aromas, las plantas medicinales. Si la botánica es la ciencia de las plantas, es la ciencia de estos pequeños placeres. Pero también un estudio de algo en lo que no existe ninguna versión del mal. Hay tanto por descubrir como las ganas que uno tenga de aprender. Y querer aprender es un barómetro para saber con quién merece la pena relacionarse. La gente que está de vuelta, sin haber ido a ninguna parte, son las personas a las que es mejor dejar a un lado del camino. Está bien conocer la vanidad. Pero no tentarse demasiado con ella.
            Y mientras Sacks va aprendiendo sobre las especies vegetales, va conociendo a sus compañeros. Intimar con ellos le lleva a quererles más. Y de alguna manera, sin caer en la trampa de igualarles a las plantas, a querer a todo porque todo es, en alta proporción, nitrógeno: las plantas, las personas, el aire. Cuando Sacks menciona el nitrógeno, saca la máscara del científico. Porque lo que quiere decir es vida. De ahí que encuentre lirismo en la actividad científica de sus compañeros, pero también en la reproducción de los helechos.
            Pero Sacks es mucho más que todo esto. En su viaje a Oaxaca también da fe de la pobreza. Da fe de las necesidades que sufren los marginados en las villas miseria y en las aldeas remotas. No todo es belleza en el diario de Oaxaca, que leeremos porque queremos mucho a Oliver Sacks. Pero todo es nitrógeno.

YUGOSLAVIA, MI TIERRA

Yugoslavia, mi tierra

Goran Vojnovic

Traducción de Simona Skrabec
Libros del Asteroide
Madrid, 2017
363 páginas

¿Qué distingue el lamento del odio? Posiblemente nada. Cuando uno siente, y siente mucho, todo es una sola conciencia, dura, durísima. Pero no existe una palabra para designarla. Si la ira es tan intensa como la pena, lo que cuenta es la intensidad, no el carácter. Lo que cuenta es que la piel no sea suficiente como para contener lo que sea que uno sienta, las emociones, más grandes que el cuerpo. Uno, entonces, se sabe inevitablemente solo. Ese tipo de soledad, que es un energúmeno, es lo que invade al narrador de Yugoslavia, mi tierra. Un narrador que es no solo alter ego de Goran Vojnovic (Liubliana, 1980), sino que intenta serlo de toda una generación. Han sucedido las guerras de los Balcanes y Yugoslavia se la atomizado. Donde antes existía mestizaje, relación, vínculos comerciales, amistad, ahora se han implantado unas líneas de demarcación que obligan a la gente a considerarlas impermeables. La familia del narrador, como tantas familias del momento, ya no lo es, porque los orígenes geográficos se imponen. La norma que se establece es la de que no existe la familia ideal. De hecho, ni siquiera existen lazos familiares. La norma es la no-familia, incluida la brutalidad de la no-madre que sufre el narrador. Que es, casi con seguridad, la norma que se impuso en un territorio que ahora se llama Bosnia y Eslovenia, y Serbia y Macedonia y no sé cuántas cosas más, porque ya las aldeas reclaman su singularidad. Esa que mata lo humano, porque lo humano es querer y ser querido. La decadencia, con forma de desprecio, es el tema de esta novela de crecimiento, de aprendizaje. El protagonista no puede dejar de ver la estupidez humana en lo que se conoce como demarcación fronteriza. Ni en la segregación escolar o laboral.
De ahí que decida viajar al pasado, revisar sus años clave, su primera juventud, cuando la guerra le impone pérdidas que, se supone, ha debido superar a lo largo de los años, hasta la fecha en que se decide a escribir sobre ello. En ese sentido, la literatura de Vojnovic es una rendición de cuentas. No es un gran estilista ni el mejor de los psicólogos. Pero es que el libro, que trata sobre el desarraigo, no permite ningún lujo literario. Casi hasta no permite la literatura. Es gris, porque trata sobre lo que viene después del relato de una guerra que escribieron los muertos, no los superviviente, no los vivos que aman y creen que deberían llamar hogar al techo que los cobija. Por eso es tan compleja esta confesión, por las resistencias que existen a confesarse a uno mismo que aquello que sucedió entre vecinos era una guerra. No hay balas, no hay cañonazos. Lo que se impone es la conversión de la gente en horda. Incluido un padre al que busca para, en términos psicoanalíticos, poder matarlo, que es tanto como decir que necesita encontrarle para llenar tantos huecos sin explicación.
El narrador es bidimensional, se caracteriza por ser leal y por ser violento. Se caracteriza, pues, por el conflicto. Pertenece a esa raza de los que no pueden permitirse el lujo de dos segundos de debilidad al día. Pero es que esta novela, en la que él habita, es todo lo contrario de lo que debería ser una novela. En tanto que lo normal es que la narrativa sea una evasión frente a la realidad, aquí lo que nos encontramos es unos minutos de realidad al día, los que dedicamos a leer la novela. Nada de geopolítica, porque eso es una abstracción. Lo que Vojnovic pretende es reflejar esa época que vivieron los adolescentes, que o se dejaban llevar por los prejuicios, que era lo frecuente y cuyas consecuencias el narrador padece, o no hay versión de la historia y de la realidad que no se cuestione, venga de quien venga. “Ningún relato de esta guerra se narra desde el principio”, comenta. Como también comenta los logros de la psicopatía implícita: “Para mí, la imagen de los sanguinarios balcánicos tiene ese componente emocional. No me los imagino como unos fríos y desalmados ejecutores de órdenes ajenas. No, en mis pesadillas, esos hombres son una pandilla de amigos borrachos que mientras torturan a los prisioneros se “aligeran” entonando las mismas canciones que siempre hablan de amor. Esa es mi metáfora de la guerra en Bosnia”. No más palabras.

PARAR EN SECO

Parar en seco

William Ospina

Navona
Barcelona, 2017
69 páginas
La Santísima Trinidad es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sobre el padre y el hijo poco hay que comentar: son familia y, se supone, deben de quererse. Pero el espíritu santo es harina de otro costal. Esa paloma o ese éter, traducido a la superficie terráquea, solo puede ser poder o dinero. O dinero, que es tanto como poder. Así el Sacro Imperio Romano conquistó millones de hectáreas y hasta masacró con la viruela a millones de personas. O de humanoides o marionetas, suponemos. Porque personas eran el Padre y el Hijo, ambos caucásicos, aunque uno de ellos algo moreno. Siguiendo la línea marcada por el imperio, se ha llegado a un mundo al borde del colapso. El ensayo del mismo título, de Jared Diamond, debería ser leído en todos los cursos de bachillerato, y releído en las facultades y en las peluquerías. William Ospina (Padua, Perú, 1953) nos ofrece un breve texto que bien podría ser el epílogo del libro de Diamond. El mundo que trazó la Santísima Trinidad está condenado al fracaso ecológico, es decir, a la muerte. A ser una superficie lunar. La espiritualidad podría salvarnos, pero no hay tanta gente que entienda a la Tierra como una madre. Lo de la Pachamama  parece estar muy bien para que se vendan más pantalones desmontables para viajar a América del sur, en comercios como Decathlon o Coronel Tapioca.
Sin embargo, sí existe otra Santísima Trinidad, otra religión, que debería bastar para salvar al mundo, y por consiguiente a nuestra especie. En el libro autobiográfico de Edward Wilson, otra joya para estudiantes y para las salas de espera de los dentistas, se apunta que si el hombre desaparece, apenas un ácaro que vive en nuestra frente y una especie de mosca morirían. Pero nosotros falleceríamos casi con cualquier catástrofe. O lo que quedaría de nosotros no daría como para llamarnos humanidad. Su religión, la que propone Ospina, tendría más que ver con Walt Whitman, a quien cita en extenso. Y su Santísima Trinidad la compondrían tres creaciones humanas: los viajes al espacio, el hipismo y la ecología. Del primero, traduciendo a la joya de la ciencia ficción, sacamos la predicción del futuro que nos espera. Sería el equivalente al espíritu santo. El hipismo y la ecología, tomarían la posición de padre e hijo, pues, a fin de cuentas, son lo mismo. En cualquier caso, solo entender la naturaleza con poesía nos salvará. Ernesto Sábato vivió sus últimos años repitiendo una y otra vez la misma idea. Porque esto de robar lo que es de Dios para dárselo al César, parece que no tiene futuro. Sobre todo, debido a la aceleración, que es una descarga de azúcar. Frente a ella, Ospina propone el ascetismo: Diógenes, Buda, Cristo. O la destrucción, que es lo que ocasiona el progreso concebido como religión, o la sencillez. Porque los engendros genéticos que nos metemos por el agujero de la cara que llamamos boca, solo propician el cambio climático. Los microbios ya son resistentes a los antibióticos. Los médicos, en lugar de unos lunáticos arrogantes, esclavos del trabajo y despojados de toda humanidad, deberían cambiar su estatuto para retornar al vigilante que nos miraba como seres íntegros, como humanos. Ese es uno de los ejemplos que Ospina propone en este ensayo, que deberíamos leer a falta de los libro de Diamond y Wilson.

VIAJE POR EUROPA

Viaje por Europa. Correspondencia (1925-1930)

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Traducción de Juan Antonio Méndez
Acantilado
Barcelona, 2017
200 páginas

El aristócrata que entendió que para hablar de la decadencia de la aristocracia tenía que crear un personaje canalla, el autor de El Gatopardo, resultó ser un esteta dotado con un fino estilo de humor, aunque el adjetivo suene a tópico. Este libro, una edición cuidadísima, llena de acotaciones precisas y erudición, es una muestra de un talento que le costaba gastar. Ignoramos por qué fue tan rácano con la creación, alguien con tantísimo talento. Pero al menos estas cartas y postales nos vienen a reconciliar con el decadente aristócrata que se tenía por gourmet de todos los sentidos, sobre todo de la vista. E incluso a quien no le importaba caer en contradicciones extremas, como los elogios a la vida en la campiña inglesa, con su paisaje a lo Constable, para a continuación referirse a Berlín, la ciudad que solo es ciudad, como la gran fuente de vida en ebullición.
En cualquier caso, se agradece esta sinceridad tan mediterránea, pues no esconde que cree que Palermo es el centro del mundo y que cualquier lugar, objeto o persona deben ser calificados, catalogados y valorados con los criterios sicilianos, que son el pozo de la moral mediterránea. Su fe en una época y en una casta no es impermeable, pero tampoco móvil, como demuestra al cotejar las políticas europeas con Mussolini. O a la gente con las estatuas, donde Bellini es lo sublime. La mayor parte de la correspondencia, dirigida a sus primos, los Piccolo de Calanovella, parte de Londres, “un bosque en el junto a los tristísimos árboles también han crecido casas”. Allí comienza su búsqueda de piezas de arte y estampas, como las que ve en su desplazamiento hacia el norte, en la región de York, “ateniéndose sobre todo a las venerandas sedes de las catedrales, a las serenas ciudades de los estudios”.
El Monstruo, que es como se refiere a sí mismo en tanto que viajero, no perdona el aspecto antipático, pero respeta la urbanidad. Así, bipolar, escribe con lo que llama fervor, que no es otra cosa que una declaración obsesiva por el buen gusto. Mientras regatea por porcelanas y artesanías, mientras elogia el paisaje escocés y su toque féerico, está en contacto con la clase alta, se muestra exquisito y cristiano. “Tratar con los ingleses da gusto: son corteses y expeditivos, y su aparente estupidez es sólo inmensa e irrefrenable timidez”, terminará por dictar, aunque entre paréntesis. El Monstruo, mientras tanto, es incurablemente literario. Describe películas mudas y sonoras, pasa de largo por París, por ese tumor benigno que supone Suiza en el mapa de Europa y más adelante llegará a Berlín, una ciudad que ejerce perversa fascinación, sobre todo en contraste con la vieja Europa que ha recorrido hasta llegar allí, un terreno casi vacío sobrevolado por la nostalgia. De Berlín, destaca los hombres extraños que la pueblan, cuyo oficio podría ser cualquiera, incluido el de espía. En cuyo caso el 90% de la población trabajaría para los servicios secretos de otro país.
El libro termina con unas cartas breves a Massimo Erede, apuntes, postales, y con un par de cartas familiares, en las que reserva la ternura para su madre y la frialdad para sus tías. Y con ganas, por parte del lector, de que alguien descubra algún otro párrafo enterrado de este gran autor de tan poca producción.

Fuente: Culturamas

SABÍA LEER EL CIELO

Sabía leer el cielo

Timothy O’Grady y Steve Pyke

Traducción de Enrique Alda
Pepitas de calabaza
Logroño, 2016
175 páginas

Inmigrar supone no volver a tener suelo bajo los pies. La patria, o la sensación de refugio que es la patria, no la geográfica, o no solo la geográfica: la amistad, los vínculos amorosos, los juegos de la infancia, desaparecen. Y uno se queda para siempre sin suelo bajo los pies, aunque regrese al lugar donde nació. El resto de la vida lo pasarán echando de menos. ¿Qué es echar de menos a alguien? “Es la sensación de estar en un lugar desconocido y perder el rumbo. Es la sensación d mirar sin ver y comer sin saborear. Es olvido, la incapacidad de moverse, la incapacidad de conectar. Es una sentencia que se ha de cumplir y si la persona que se echa de menos está muerta, es una sentencia muy larga”. Así se expresa el narrador de esta crónica, que es un solo inmigrante, pero es la suma de muchos inmigrantes. Es una única voz, plural, un único amor, plural, una sola melancolía, plural, una suciedad, plural, un robo del futuro, que es el mismo para todos los entrevistados gracias a los que se construye este libro sobre un mundo que es lo contrario al paraíso, excepto por unos pequeños huecos, en los que habitan los que ganaron la oposición de cuna, o mientras vemos una película de Disney.
Pero el protagonista plural, hombre, mujer, anciano, niña, de esta estremecedora crónica habita en todo el planeta. Se nos representa en un lugar privilegiado, la Inglaterra de la bonanza económica, y de un origen concreto, la Irlanda rural. Pero lo que cuentan sucede en la historia universal de cualquier calle. El libro es fragmentario y está hecho de pequeños gestos, de los planos que abarca la mirada, de actos minúsculos en comparación con la humanidad: salir de casa, enamorarse, trabajar, ser nadie, el tren, los caminos que se alejan, la sucia convivencia con animales, la esclavitud que supone el trabajo físico. Lo indeseable: el único escape a la pobreza es la muerte. En ese sentido, este libro es un tumor o un funeral. Y, sin embargo, trata sobre alguien que es capaz de ver una sirena en una mujer con las manos huesudas y un ojo de cristal.
Durante páginas y páginas, en las que nos enfrentamos a la par que al texto a unas fotografías desalentadoras, donde el blanco y negro niegan la posibilidad de belleza y de redención, y aun así resultan admirables, se niega la famosa afirmación de Tolstoi: cada familia desgraciada tiene una historia propia. Porque aquí todas ellas se funden en el mismo espíritu. El relato variaría solo en su enunciado. Pero de lo que trata, de lo que habla este narrador plural, es de que la autoestima es un lujo que no se pueden permitir. Solo hacia el final encontramos un descanso, y es una despedida. Y, por consiguiente, una tristeza.

viernes, 29 de diciembre de 2017

¿EXISTE LA LITERATURA DE MONTAÑA?

Entre años salvajes, guerreros alpinos y un leñador. ¿Existe la literatura de montaña?

Ricardo Martínez Llorca - 02-12-2016
FRONTERAD

Años salvajes. William Finnegan. Traducción de Eduardo Jordá. Libros del Asteroide. Barcelona, 2016. 593 páginas.

Guerreros alpinos. La historia heroica del alpinismo esloveno. Bernadette McDonald. Traducción de Pedro Chapa. Desnivel. Madrid, 2016. 336 páginas.

Leñador. Mike Wilson. Errata Naturae, Madrid, 2016. 491 páginas.


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¿Existe la literatura de montaña? En cuanto a la literatura del mar, no hace falta debatir: basta nombrar a Herman Melville o a Joseph Conrad para certificar su existencia. Con la publicación de Años salvajes, de William Finnegan (Libros del Asteroide), llega a la literatura del mar la contracultura, la convivencia con las olas a la búsqueda del Edén. Por su parte, el mejor libro de literatura de montaña publicado últimamente podría ser Guerreros alpinos, de Bernadette McDonald (Desnivel), pues al hablar de literatura de montaña solo se piensa en el alpinismo. Pero una experiencia literaria como Leñador, de Mike Wilson (Errata Naturae), nos obliga a cuestionarnos el canon de literatura de montaña, y la imposición de extender sus horizontes.

Si hemos de poner una fecha clave en la eternidad de la literatura del mar, esta sería 1851, el año de publicación de Moby Dick. Antes existieron los cuadernos de bitácora que Cristóbal Colón o el capitán Cook tradujeron a un lenguaje más narrativo que el mero registro de navegación, y algunos cuentos de proezas, entre los que figura la mitología del canto de Homero al regreso a Ítaca. Daniel Defoe o Washington Irving, Edgar Allan Poe o Nathaniel Hawthorne, incluso el propio Herman Melville, ya habían creado esferas literarias en las que el mar era tan imprescindible como la trama o el conflicto. Sobre el mar literario ya habían regado sudor dioses guerreros y dragones a los que las cuerdas vocales les vibraban con música de violín. Pero es Herman Melville quien hace del mar una literatura muy psíquica, en la que el arco de la metamorfosis que sufre el lector, durante la inmersión en el texto, se tensa con la respiración contenida. Hasta que esa representación de la lucha del bien contra el mal o, para ser más precisos, del mal contra el mal, perfora el diafragma y cuando queremos darnos cuenta, la novela nos ha dejado despeinados y con un sabor a licor salado en la garganta.

Ese tipo de metamorfosis, semejante a la de la lectura de Moby Dick, pasa a formar parte de nuestro imaginario cuando escritores posteriores crean obras en las que el mar y solo el mar es el escenario en el que puede ocurrir que el infierno de la conciencia azote a un marino joven, con ansias de heroísmo, hasta que se pudra, como se pudrió Lord Jim. Aunque en esta novela de Conrad la mayor parte de la acción tenga lugar sobre tierra firme, es el maldito mar el que impone su carácter. La línea de sombra o El final de la soga son otras obras maestras que solo pudieron suceder en el mar. Como el relato de viajes En los mares del Sur, de Robert Louis Stevenson, o su mejor novela, Los traficantes de naufragios, pues el naufragio es también un acontecimiento exclusivo del mar. En ficción o con testimonios personales, la literatura del mar se reconoce ya como un género literario, sí, aunque para ello cuente con la ayuda de fenómenos geográficos que vinculamos al mar, porque necesitan de él para reconocerse, como las islas o la costa. De hecho, navegar de costa a costa para relacionarse con otras culturas es algo que sucedió mucho antes que atravesar cordilleras.

Cuando ya creíamos que no cabía más que repetirse en la literatura del mar, o eso o ver las puestas de sol sobre el océano con alma de marinero en tierra, aparece William Finnegan (Nueva York, 1952) y con su libro Años salvajes, y nos dice que la ola es el mayor de los mitos del mar. Si teníamos a la práctica del surf como un deporte californiano, que los australianos con cuerpos propios de la estatuaria griega practican en las olas del Pacífico, Finnegan viene a entonar una auténtica elegía: el surf no es la canción de los Beach Boys, los cuerpos tostados, la embriaguez acrobática o la presunción de ser el campeón del mundo bajo túneles de olas de ocho metros. El surf que Finnegan vivió, el que apenas puede ya respirar, es la convivencia íntima con el mar, la contracultura que creyó, o cree en el espíritu de Gaia y que buscó los paraísos perdidos en las playas donde el edificio más próximo era un garito con techo de palma bajo el que dormía un pescador y su familia con quien ni siquiera el lenguaje de signos les servía para entenderse. El surf era una utopía purísima sobre mares vírgenes donde uno escuchaba la música interior. A eso suele llamarse libertad, algo imprescindible para que aparezca la felicidad que da el viento en la cara. Finnegan y sus amigos han sido parte de la naturaleza, de eso que Gary Snyder llamaba la práctica de lo salvaje. Eran esa bohemia llena de energía que traducía en hechos la metáfora del mar como Edén donde pasar los inviernos, los inviernos cronológicos y los sentimentales. En Años salvajes, Finnegan da cuenta de un tiempo en el que se arriesgó a vivir, cuando el surf más que un deporte era otra manera de meditar. Y ese encuentro siempre se produce con un toque perfecto de soledad, el que se precisa para observar, ser y actuar. Años salvajes es un libro intenso hasta tal punto que es complicado reconocer eso que verdaderamente subyace entre cada línea, ese anhelo por la belleza interior. Y es la mejor literatura del mar en las últimas décadas.

En los mismos años en que William Finnegan recorría medio planeta con los bolsillos vacíos, en esos años en que los jóvenes de París buscaban la playa bajo los adoquines de las calles o los conciertos de Joan Baez llenaban las praderas, otros leyeron en las paredes de las montañas lo mismo que Finnegan leía en las olas y mareas. El valle de Yosemite se llenó de escaladores y algún despistado hombre curtido en la montaña quiso ascender las grandes cumbres del Himalaya en solitario. El austriaco Herman Buhl, por ejemplo, dejó su vida en el Chogolisa en 1957. Es entonces, a raíz de las expediciones al Himalaya, y las escaladas al Capitán, cuando se comienza a fraguar la idea de que podría existir una literatura de montaña. La mayor diferencia que existe entre esta y la literatura del mar, es que para dar con ejemplos de literatura de montaña uno tendría que remitirse a cuentos como Adiós, cordera. O eso, o no existe la ficción literaria de montaña. No ha habido ningún Virgilio ni una obra descomunal como Moby Dick. El equivalente a la narrativa de Joseph Conrad sería Roger Frisson-Roché, quien escribiría sus novelas a partir de los años cuarenta y con una calidad más próxima a Enyd Blyton que al autor polaco. Con todo el respeto que nos merece Enyd Blyton. Existen, eso sí, algunos testimonios de viaje atravesando cordilleras, como los de Francis Younghusband, de quien hace poco se publicó el extraordinario Por el Himalaya (La línea del horizonte), donde da cuenta de unos viajes estremecedores que, sin cartografía ni material de montaña, le llevaron a atravesar la gran cordillera en canal entre 1886 y1889.

En otras palabras, la literatura de montaña, que podría tener un peso semejante a la literatura del mar o a la literatura urbana, está en pañales. Una gran novela sobre la  montaña, como es En solitario, de James Salter, ha caído casi tanto en el olvido como su protagonista, Gary Hemming, un mito de la montaña olvidado, un joven de pelo triguero que tuvo la mala suerte de no entender nada, mientras trabajaba en una explotación petrolífera y sostenía una pistola en la mano. Y entre quienes profesan esa religión existe una gula tremenda exigiendo que cuaje. Cabe hacer un canon con los mejores libros de montaña de los últimos cincuenta años, desde casi toda la obra de Joe Simpson hasta el trabajo periodístico de María Coffey. Podríamos incluir a Reinhold Messner, también, pero todos esos libros no dejan de pertenecer a la crónica, a la literatura de carácter biográfico. Al parecer, quien busque leer literatura de montaña o se atiene a eso, o se va a tomar un helado. O decide ampliar el espectro e incluir los ensayos de Eduardo Martínez de Pisón y La lluvia amarilla, con permiso de Julio Llamazares, pues no da la impresión de que él pensara que estaba escribiendo literatura de montaña mientras redactaba ese desconsuelo. Pero la última gran incorporación en España a la literatura de montaña la protagoniza Bernadette McDonald (Biggar, Saskatchewan, Canadá, 1951), de la misma generación que William Finnegan, pero, a diferencia de este, que vivía el mar en carne cruda, McDonald vive la montaña a través de la literatura. Hace poco publicó Escaladores de la libertad (Desnivel), un repaso de la vida de los potentísimos escaladores polacos que en los años ochenta reventaron el mundo del alpinismo.

Ahora nos llega Guerreros alpinos. La historia heroica del alpinismo esloveno(Desnivel), una mirada atractiva hacia la escuela de montañeros de un pequeño país que ha dado a los más creativos himalayistas, y también a los más polémicos. En Guerreros alpinos la permeable membrana que comunica la belleza con el terror está presente en cada párrafo. Existe en Eslovenia una suerte de Biblia de la montaña, Pot, que se traduciría algo así como La ruta, escrita por uno de los pioneros, Nejc Zaplotnik, y según la tesis de McDonald define el carisma y el orgullo de todos ellos. Hay una cierta ingenuidad en sus proyectos, definida en Pot, la misma que es necesaria para hacer de alguien un hombre libre: privados de su vocación, no serían otra cosa que cadáveres. McDonald indaga, pues, en la humanidad y en las versiones de humanidad de cada uno de ellos, de Tomo Cesen o de Tomaz Humar. Y lo hace, al igual que Finnegan, con un tono casi de elegía, pues protagonizaron la ilusión en un mundo que se ha podrido, de repente, por culpa de la competición y las expediciones comerciales.

La pregunta, ahora, es si deberíamos rendirnos y dar por liquidado un posible género de literatura de montaña casi antes de que haya fraguado. De la del mar no tenemos duda: existe, y siguen surgiendo aportaciones, como En el corazón del mar (Seix Barral), de Nathaniel Philbrick, quien nos narra la aventura en la que se inspiró Melville para crear su Moby Dyck. Pero hay una editorial empeñada en darle un nuevo empujón a la literatura de montaña. Errata Naturae ha diseñado la colección Libros salvajes,dedicada a actualizar la definición de salvaje de Henry David Thoreau. Y entre sus títulos sí se encuentran algunos en los que la naturaleza se identifica con la montaña: Mis años Grizzlies, Un año en los bosques y la reciente Leñador pertenecen a esa categoría. Leñador está configurado con el aspecto de un glosario en el que Mike Wilson (Misuri, 1974) término a término da buena cuenta de un mundo en el que se exilió por voluntad propia, y que uno ya creía perdido: los leñadores de las montañas de Yukón. Una estirpe de supervivientes que desafían al territorio, unos tipos rudos que desafían al mito del Beatus Ille, pues para vivir en armonía con la naturaleza tienen que inventar sus recursos con lo que ofrece un ambiente inhóspito. Su contacto con la montaña es pura acción contra los elementos, y si seguimos la redacción, encontramos que, efectivamente, viven en la montaña: desde la ventana del altillo de la cabaña de troncos donde se amontonan se ve la cordillera, el río baja con fuerza suficiente como para que el transporte de troncos en almadías sea muy peligroso, el viento desciende desde la montaña como aullidos de lobo, el agua entra en ebullición antes de alcanzar los cien grados, utilizan agua de los manantiales de Mount Logan, la montaña más alta de Canadá, e incluso asisten incrédulos al espectáculo de alpinistas franceses que acuden a ese entorno para escalar en hielo. Al contrario que estos alpinistas, los leñadores siguen vistiendo ropa de algodón y lana, calzando botas de cuero, protegiéndose de las inclemencias con la barba o manteniendo supersticiones.

Wilson entra en el género de literatura de montaña como si se preparara para elaborar el guion de un documental, con una erudición insólita en un lobo solitario. No se le escapa lo que es propio de las montañas de Yukón ni en la astrología, la apicultura, la botánica, la etnología, la climatología, la geografía, la historia o la psicología de una variedad de leñadores de procedencias tan dispares como insólitas. Pero todos ellos, tanto los indios navajos como los escandinavos, se mantienen unidos como en una secta. En cierta medida, anclados en la tradición de los leñadores que casi se remonta a la época de los buscadores de oro, y relacionándose con las montañas con dureza, sí, pero con unas leyes que constituyen, a ojos vista, una auténtica liturgia. Tal vez este tipo de experiencias, verdaderas o falsas, sean las que precisa la literatura de montaña para crecer, para cuajar con idéntico temperamento al que ya tiene la literatura del mar. Solo hace falta que no pensemos en la montaña como territorio exclusivo del alpinismo. Mientras tanto, seguiremos esperando a su Moby Dick, a su Joseph Conrad.