Cuentos de Malá
Strana
Jan Neruda
Traducción de Clara Janés y Jana Stancel
Pre-textos
Valencia, 2006
354 páginas
20 euros
Haber vivido en Praga
Un día alguien consiguió que la
literatura cristalizara en Praga. De algún lugar tuvo que venir la idea literaria
que se ha forjado de esa ciudad y que culminaría en el siglo XX con el maestro
Hrabal o con Kafka –tal vez el escritor más importante de los últimos cien
años-. Y así, como apuntaba Borges, la aparición de un gran autor crea no sólo
una gran obra, sino también toda una caterva de antecesores. Uno de ellos se
crió en la trastienda de una expendeduría de tabaco en el barrio de Malá
Strana, observando, amando y sintiendo todo lo que uno puede sentir por la
gente que comparte su vida. Porque el barrio puede tener sus cualidades, su
encanto o lo que sea, pero lo que realmente le da vida son las personas, y
ellas protagonizan estos magistrales cuentos que recupera, en buena hora, la
siempre atenta editorial Pre-Textos. Como no podía ser de otra manera, el barrio
significa para su autor algo mucho más cardinal que una mera región donde se
encuentran unos y otros: “Y contra la rusa, se desencadenó aquel día la
animadversión de Malá Strana, yo diría del universo, si Malá Strana, como
desearía yo, que soy hijo de este barrio, se extendiera por todo el mundo”.
Claramente, eso que se conoce como infancia es un recuerdo universal para
cualquiera, o una sinécdoque del universo, pues la materia del mismo parece
configurada por la infancia de los hombres. Hasta tal punto es así, que en el
barrio de Malá Strana “… si un comisario podía prohibir que unos se muriese,
cuánto más asistir a los entierros”. Esto se nos comenta a cuenta de una mujer
solitaria, como solitarios son muchos de los seres que tan sinceramente nos
presenta Neruda, aficionada a acudir a los entierros para derramar un puñado de
lágrimas. Sin pretender asustar a nadie, Neruda es amable hasta en la tragedia,
y su ironía no provoca dolor, aunque nos despierte toda la ternura al
acercarnos a esos seres que pasean solos, se encuentran solos, o son solos.
Como la rusa antes mencionada, o
los ancianos Rysanek y Schlegel, protagonistas de un hermoso cuento en el que
se nos habla de lo absurdo del rencor; o el mendigo Vojtisek, que se afeitaba
solo los domingos y acabó sufriendo el exceso de maledicencias; o el bajito
doctor arruinamundos, que sufre un estigma lanzado contra él durante un
funeral, una maldición que alguien vierte con ingenua hipocresía; o el señor
Vorel, que requemó su pipa y su vida a la espera de que la sociedad cerrada
aceptara a un extraño; o el personaje que se enamora tan real como
fantásticamente durante una noche en que espera a que amaine la tormenta
sentado en la taberna Los Tres Lirios; o esa mujer madura que el día de Todos
los Santos va a llevar flores a las tumbas de dos hombres, dos amigos, que se
declararon y la desengañaron casi a un tiempo, en una broma que despertará en
ella el buen amor.
El libro se abre con un relato
plural, largo, Una semana en una casa
tranquila, en el que el narrador testigo pega un tajo a la fachada de un
edificio para mostrarnos las múltiples acciones simultáneas de los vecinos, y
se cierra con un relato especular y deformante del anterior, Figuras, narrado en primera persona por
un opositor que decide refugiarse en ese mismo edificio, creyendo haber
encontrado el lugar más bucólico del planeta para concentrarse, y
desengañándose de a poco, a medida que conoce la inocencia acerba de sus
habitantes. Centrándose en “el pormenor cotidiano ensombrecido por la historia”,
como comenta Claudio Magris en la excelente introducción que acompaña al texto,
Neruda crea una de las primeras versiones de la Praga mítica y real que un
día será mágica en unos actos de sublimación de los escritores que tanto deben
a Jan Neruda.
Fuente: Culturas/Tribuna