Se me escapan las razones que la desaparición de Ueli Steck me llevan a recordar esta canción, el clásico de Peter Seeger. Y debo confesar que tampoco tengo ninguna intención de buscarlas. Adiós, Ueli. Nos vemos pronto.
domingo, 30 de abril de 2017
sábado, 29 de abril de 2017
‘Billete al fin del mundo’, de Christian Wolmar
Billete al fin del mundo. La historia del Transiberiano el tren que cambió Rusia
Christian Wolmar
Traducción de David Paradela López
Península
Barcelona, 2017
Demasiado atareado por culpa del mecanismo de los relojes, cada vez más pequeños, por reducir el espacio en el que guardar información o por construir un nanomotor con tres átomos, demasiado ocupado por vigilar la velocidad de un electrón dando vueltas idiotas alrededor de un círculo y extraer una fórmula lo más exacta, lo más precisa posible, el hombre, demasiado ocupado, se ha vuelto un auténtico miope. Existe una rama de la crítica literaria que se conoce en inglés como close reading, que los lectores de formación ortofilológica confunden con la miopía. Demasiado preocupados por el mecanismo de la palabra, de la frase, del metatema, del metatexto o de la subordinada, resulta que se olvidan de que o hay herida, o estás muerto. Porque las heridas son privilegio de los vivos y la literatura debe versar sobre ellas, aunque sea de manera histórica. Pongamos por caso que el planeta es el cuerpo vivo y la línea más larga de ferrocarril, el Transiberiano, es la herida. Pero sabemos que el cuerpo sana, que las plaquetas y los antibióticos están actuando y que, si nos apetece, hasta podemos observar la herida con humor. Entonces sí, entonces es literatura, con mucha vida y poco, o nada, de metatexto.
Cuando uno agarra este volumen, este Billete al fin del mundo, puede echarse a temblar: un proyecto literario que abarque la historia de este tren, cada raíl, cada paraje, cada semana, cada invierno, es como para echarse a temblar. Demasiado ambicioso: una descripción de la Siberia anterior al ferrocarril y un vistazo a las primeras líneas férreas rusas; por qué el Transiberiano se convierte en un asunto político tan importante a finales del siglo XIX: protagonistas y detractores; el tipo que impulsó la línea de manera definitiva; el decenio clave en el primer transiberiano, las adversidades, las enfermedades, el clima, la corrupción, la mano de obra; experiencias de los primeros viajeros -terribles-, en ocasiones jugándose el tipo; la guerra ruso-japonesa y el transiberiano como eje alrededor del que se arma el conflicto; el impacto en Siberia y lo que significa Siberia tras la implantación definitiva del ferrocarril, la nueva tierra prometida, la industria y la agricultura; la remodelación del trayecto para evitar suelo manchú y que pase solo por Rusia; la sangría de la guerra civil, la revolución rusa, y qué implica el Transiberiano en su desenlace; el periodo de entre guerras y los gulags, la mala imagen y la propaganda; la industrialización alrededor de la línea del Transiberiano y la repoblación de Siberia; el daño medioambiental de la rama del Baikal Amur Magistral; breve repaso de la situación del Transiberiano tras la Segunda Guerra Mundial, hasta nuestros días, y su impacto en la historia del mundo.
Ahí es nada. Christian Wolmar (Londres, 1949) nos promete un ladrillo, y nuestro temor aumenta cuando confiesa su ideología proliberal. Pero el temor a un análisis geopolítico y una aburrida sucesión de datos se disipa enseguida. Wolmar es un escritor de primera clase. Sabe que más es menos y de ahí que ninguna frase sea calderilla. Este es, en realidad, un libro para perder el sueño. Escrito con un tono que pierde su desenfado cuando la tragedia se eleva, cambiando de registro en cada capítulo, de modo que el centro de interés varíe y así no tenga que apostar por la hipérbole para mantener al lector atento, consigue meternos tan de lleno en la obra, que al terminar uno tiene la sensación de que ha leído, de un tirón, la historia de la humanidad a lo largo de los últimos ciento cincuenta años. Pero no de la humanidad en general, no. Sino de todos y cada uno de nosotros. Billete al fin del mundo es un libro que uno se alegra de haber leído, porque se alegró de atreverse a leerlo.
Mañanas en Florencia
Fuente original: La línea del horizonte
El John Ruskin (1819-1900) que conocemos en este delicioso ensayo, Mañanas en Florencia, es un hombre anciano. Ha masticado muchos amaneceres y el sabor malva del sol a punto de quebrar la noche resbala en su paladar. Es un hombre prudente, que ya escribe con una morosidad sensata, consciente de que invitarnos a acompañarle en este viaje por el arte de Florencia es su mejor acto de bonhomía. Esta cita del Libro de la Sabiduría rige su vida:
Por eso oré y me fue dada la prudencia.Invoqué al señor y vino sobre mí el espíritu de la sabiduría.Y la preferí a los cetros y a los tronos.
De ahí que, viendo cerca la muerte, opte por la lentitud. Para él, el arte es el supremo sentido común, ese que crece en la escuela de la admiración silenciosa. A lo largo de varias mañanas, nos acompaña en un recorrido por las principales obras artísticas de Florencia. Pero sobre todo por la contemplación de los frescos de Giotto. Apenas ve, como rodeado del silencio que nosotros precisamos para leerle, un par de cuadros cada día, porque si hay algo imprescindible para comprender lo que estamos viendo es la compasión; es decir, leer la obra como la entendía el artista; padecer, pues, lo que padecen quienes protagonizan la imagen. Antes de la composición de una escena queda la concepción de un hecho.
Convencido de que los artistas hacen de la debilidad virtud, Ruskin a su vez hace de su prosa un arte, pues hace que los demás vivamos a través de él. Ruskin interpreta para la humanidad, con una ensoñación necesaria, la que nos interesa compartir como se comparte la buena soledad. O como se participa de la naturaleza, cuyo ejemplo más cabal, más semejante a Ruskin pero referido al paraje natural, sea Thoreau. Aunque en este caso existe también un intermediario: el artista, mayormente Giotto, quien donde otro se hubiera extendido, el “llegó al campo y vio con su sencilla mirada una dignidad inferior”. Aunque no existe dignidad inferior que sea menos valiosa que cualquier otra dignidad.
La última parte del libro está dedicada a las siete ciencias terrenales representadas en la catedral de Santa María: la gramática, la retórica, la lógica, la música, la geometría, la astronomía, la aritmética. Que reconoce en la integración de las figuras en la disposición arquitectónica, o en una arquitectura diseñada para exponer y componer con las ciencias terrenales. Un paseo que gracias a Ruskin es posible volver a protagonizar, dado el imperio de la velocidad que se ha adueñado del viaje.
“Más allá de vuestras leyes hay una pradera”
Fuente: FronteraD
“Más allá de vuestras leyes hay una pradera”. Acerca del arte y la filosofía de caminar
No existe el caminante que no se haya quedado corto. Y tampoco el individuo que haya cimentado sus ideas sin moverse de la silla que no haya terminado por hacer el ridículo. Porque el caminante es un soñador y lo que importa es soñar, no solo el camino, en tanto que el otro termina por cultivar los pensamientos de un inquisidor. Si uno piensa en Pessoa, por ejemplo, y lee con cuidado su Libro del desasosiego, la conclusión a la que llega es que esos párrafos que escribía en un café habían brotado en el trayecto entre su casa y la oficina. Pero el mundo actual ya no se puede medir en la escala en que lo medía Pessoa. La escala, de hecho, ya no es humana: ni en espacio, ni en tiempo ni en experiencia. Sobre este principio es sobre el que trabaja Rebeca Solnit (San Francisco, 1961) en su libro Wanderlust: una historia del caminar (Capitán Swing), uno de esos ensayos felices, uno de los libros de mejor calado que se publicaron en España a lo largo del año 2015. A su juicio, caminar es incompatible con la propiedad privada, o al menos con la propiedad privada tal y como se impone desde las grandes empresas, entre las que se encuentran muchos estados. A Solnit no se le escapa ninguna de las formas del caminar, desde el caminar juntos con ánimo de transformar el mundo, como en las manifestaciones, hasta la prostitución. Aunque no oculta que caminar es, por encima de la otra opción, caminar al aire libre. En ese sentido escrutando un mapa del mundo en el que ya todo está descubierto, la impresión que uno tiene es que solo cabe caminar por los lugares donde aún no se han impuesto las barreras físicas construidas por el hombre, como sucede en el Sáhara, como sucede en Mongolia.
El mundo se está descompensando por culpa de unas dietas que suponen que alguien eligió por cada uno de nosotros si perteneceremos a la estirpe de los gordos o a la de los hambrientos. La obesidad roba territorio en las manchas de la Tierra donde la gente podría disponer de espacios, tiempos y experiencias para caminar. En alguno de los pasajes de Wanderlust se tiene la impresión de que ese mundo del paseante, ya extinto, del hombre que reconocía una música interior mientras acompasaba su ritmo acompañándola, ya sido sustituido por la grasa. Y esta impide algo que uno llamaría espiritualidad si no fuera porque el término, de tan mal usado, parece cursi, facultara la compasión necesaria para exterminar esa otra parte del mundo, la de los hambrientos. Ahora la gente se mueve dentro de compartimentos estancos, que con frecuencia se llaman automóvil, entre las fronteras de algo que con frecuencia se llama ciudad, lejos de la idea romántica de que la vida rural y humilde es un suelo más fértil para las pasiones esenciales del corazón. Si el romanticismo supuso en su momento una subversión en la forma de entender el sentido del paseo, pues ellos fueron pioneros en sugerir que caminar era un acto cultural, una experiencia estética, Solnit aboga por una nueva revolución. O por la misma del romanticismo, ese caballo de Troya que introdujo el gusto por el caminar, y que acabaría por democratizar el paisaje echando abajo las barreras en torno a las propiedades aristocráticas.
En este sentido, existen pocos textos tan esclarecedores como la novela El sendero en el bosque, de Adalbert Stifter (Impedimenta). En ella se resume la biografía de un urbanita, ocioso, en edad de merecer que su desidia le inclina hacia la soltería. Se trata de una novela de iniciación en la que el protagonista supuestamente cruzó por la adolescencia años atrás. Hasta que un doctor, una especie de sanador místico o de persona que ejerce eso que hoy en día se conoce como Mindfullnesh, le recomienda hospedarse en un balneario durante una temporada para sanar sus dolencias, sus fobias, sus angustias. Allí el protagonista comenzará a conocer el bosque como antes conocía la ciudad, es decir, en lugar de ver un plano general en el que el paisaje cambia suavemente, encuentra particularidades, oportunidades, transformaciones abruptas: el muro de piedra, el sol, el árbol, el sendero, la vegetación que desaparece al ganar altura. Poco a poco, a pesar de sus intentos por mantener la consciencia de quien era antes, pierde la noción del tiempo y esa libertad le permite conocer a los habitantes del valle, generosos, sencillos. A medida que disminuye la ansiedad y descubre el ensimismamiento, el protagonista aprende a valerse por sí mismo. Y el que se vale por sí mismo ya está capacitado para enamorarse.
Ralph Waldo Emerson, en su texto Naturaleza (Olañeta), comienza con la pregunta “¿Para qué la naturaleza?”. La cuestión está planteada de forma muy oportuna, al menos para el urbanita. Al menos para gente como el protagonista de El sendero en el bosque: “para qué la naturaleza” no es lo mismo que “por qué la naturaleza”. Las respuestas de Emerson vienen en reflexiones con especulación de ensayo, pero con afán de imponer el lirismo: la naturaleza se refiere a esencias inalteradas por el hombre, como el aire o la hoja; la naturaleza proyecta cierta luz sobre el misterio de la humanidad; la influencia moral de la naturaleza en todo individuo es la cantidad de verdad que ilustra para él –de nuevo encontramos la respuesta a un “para qué” ingobernable, dado que debe referirse a la naturaleza con la mayor de las construcciones del hombre: el lenguaje–. Y: “…como cuando el verano llega desde el sur fundiendo las masas de nieve, y el rostro de la tierra reverdece de nuevo, así el espíritu que avanza lo adornará todo a lo largo de su camino, llevando consigo la belleza que le acompaña y el hechizo de su canto; diseñará rostros hermosos, corazones afables, discursos sabios y actos heroicos en torno a su camino, hasta que el mal ya no pueda percibirse”. Aunque su cita más sugerente es esa en la que afirma que la salud de la vista parece exigir un horizonte, que nunca nos cansamos mientras podemos ver bastante lejos. Emerson convoca el poder sanador del caminante en el hecho de que el paseo tenga lugar en la naturaleza y el caminante transforme su forma de mirar con los ojos. Se trata, sin duda, de facilitar el entendimiento con quien leyera su discurso. Pues si entre las esencias inalteradas por el hombre está el aire, que es lo invisible, el caminante no fiará todo a la mirada: el aire se hace visible con el viento y con el calor o el frío, que es algo que percibimos a través del tacto.
Regresando de nuevo a Wanderlust, donde Solint actualiza los pocos ensayos que sobre el caminar se han escrito, lo que Emerson llama horizonte, contraponiéndolo a pared, se parte de una serie de presupuestos que, intuitivamente, poca gente se atrevería a rebatir. El caminar está del lado de lo abierto en contraposición a lo secreto, de la propiedad pública en contraposición a la privada, de la vida en contraposición al poder. Se trata de una experiencia de la mirada, sí, pero de la mirada como parte del cuerpo. Caminar es “una experiencia corporal que no produce nada más que pensamientos, experiencias, llegadas”, afirma Solnit. En ese sentido, William Hazlitt, en su clásico ensayo De las excursiones a pie (incluido en Caminar, editado por Nórdica), establece una tetralogía de pensamientos, experiencias y llegadas: libertad, talento, amor, virtud. Algo que, añade, se obtiene paseando en solitario. El ensayo de Hazlitt nos regala la idea de que esos momentos de misantropía, que nos resultan tan necesarios, deberíamos procurar que sucedieran en el campo. Hazlitt reniega del encanto de pasear y charlar al mismo tiempo. Robert Louis Stevenson apoya a conciencia este parecer sugiriendo que la excursión a pie, en solitario, es esencialmente libre. Su Caminatas (incluido también en Caminar), es una defensa del estado de ánimo que siente quien se hace al camino, dispuesto a recibir todo tipo de impresiones y dejar que los pensamientos adquieran el color de lo que vemos. Dicho de otra manera, en el caminar ya no interviene el cuerpo como ser que comulga con el exterior. Stevenson introduce el pensamiento o, con más acierto, los colores de lo que vemos, lo cual hace suponer que nuestro interior también se está tiñendo de colores, al igual que antes marcaba una música, otro arte no muy alejado del color.
Cualquier maestro zen se pronunciaría afirmando que meditar mientras se camina no es caminar e ir meditando: es caminar. Hazlitt se pronuncia en idéntico sentido cuando sugiere que las excursiones a pie nos dejan a nosotros mismos atrás. Aunque, a la hora de la verdad, un buen número de personas parten para librarse de los otros. Hazlitt menciona el silencio, al igual que el maestro zen. Pero su silencio no sería incómodo, de esos que se quiebran bajo los lugares comunes o las tentativas de ingenio; es un silencio al ritmo de la elocuencia perfecta del corazón. Stevenson lo define como un estado de ánimo que comienza con la esperanza y con energía, y con la paz y la saciedad espiritual del descanso de la noche. Los que pertenecen a la hermandad del paseante, a juicio de estos dos clásicos, se enfrascan en unos sentimientos a los que no cabe atribuir definiciones, palabras, porque los sentimientos no se enuncian, no se explican, se aprenden de manera autónoma, en soledad. Y los buenos sentimientos, los más necesarios, son los que generan un estado de ánimo como el que embriaga a quien se hace al camino. Sus ensayos destilan la idea de que nada combate mejor la ansiedad que los paseos a pie por la naturaleza, cuando poco a poco incorporamos el paisaje o nos incorporamos al paisaje, hasta que observamos todo como en un animado sueño, hasta que somos incapaces de crear nada porque, afortunadamente, necesitamos espacio para recomponernos en tanto que nos convertimos en criatura del momento, perdida, hace horas, nuestra tormentosa personalidad. Si Hazlitt es contundente en su conclusión: “No es domesticable nuestro carácter romántico e itinerante”, Stevenson es mucho más expresivo: “No controlar el paso de las horas durante una vida es vivir para siempre”. El propio Chatwin, un andarín contemporáneo, recogería la idea cuando afirmó que el movimiento es la mejor cura para la melancolía. Y la propia Solnit actualiza la enfermedad para que no la temamos, dando por supuesto que para quien necesite reflexionar o crear, como sucede a la mayoría de los caminantes, en pequeñas dosis, la melancolía, la alienación y la introspección se cuentan entre los placeres más refinados de la vida.
Ahora bien, ese Beatus ille que entonan estos dos bardos nos lleva a preguntarnos a qué se debe su anhelo por caminar inmerso en la naturaleza. Al fin y al cabo, ¿a qué ruidos se exponían durante su vida cotidiana en la ciudad?: el paso de cuatro coches tirados por caballos, el grito del afilador o el anuncio del recogedor de chatarra, la luz de gas interrumpiendo la noche, el humo de pipa en los salones para hombres, una docena de personas con las que se cruzaban durante el trayecto entre su casa y la del sastre, las maldiciones que mascullaba el vecino al combatir la plaga de orugas que roían las hojas del rosal. Tiene que ser de nuevo Rebeca Solint, a través de su brillante ensayo, la que actualice a los excursionistas clásicos. En su libro no falta a la cita con el paseante urbano y con el flaneur. Una novedad que se impone para combatir la soledad haciendo del día a día multitud: “Las ciudades han ofrecido siempre anonimato, variedad y conjunción, cualidades las tres que se disfrutan mejor caminando”. Pero unas cualidades que también, según sus criterios, imponen una insalubridad deliciosa: un caminar oscuro que deriva en prostitución, ligoteo, compras, desórdenes, fisgoneos y otras actividades placenteras, pero que difícilmente alcanzan la altura moral del gusto por la naturaleza.
De entre todos los escritos de Henry David Thoreau en este sentido, en los que inevitablemente defiende esa misma idea, si existe uno que merezca la pena leer por su espontaneidad son sus diarios (El diario (1837 – 1861), Capitán Swing). “Toda idea preexiste ya en la naturaleza”, afirma. Una frase que bien podría encabezar Las ensoñaciones de un caminante solitario, de Rousseau, o bien resumir el volumen completo, pues “durante un paseo es capaz de vivir en el pensamiento y la ensoñación, ser autosuficiente y, de este modo, sobrevivir al mundo”. Thoreau era muy radical en su propuesta: “Si estás listo para abandonar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu esposa y a tu hijo y a tus amigos y no volver a verlos, si has pagado tus deudas y has hecho tu testamento y has arreglado todos tus asuntos y eres un hombre libre, ya estás listo para un paseo”. Por otra parte, no dejaba de existir cierta impostura en su propuesta, pues su legendaria estancia en Walden, desde donde partirían buena parte de sus excursiones a pie, es un alejamiento relativo, a tan pocos kilómetros de su Concord natal como para poder llegar a la casa de su familia un mediodía de invierno para comer del puchero común, junto al fuego del hogar. Pero Solnit otorga beneficios para los demás también en esta figura. Descubre el juego, tan a la orden del día en la actualidad, donde las normas federativas sugieren que se debe ir a recoger setas armado con un GPS o no hay mochilero que viaje sin la Lonely Planet de turno, en el que se demuestra que uno no es un vagabundo real. Sin embargo, hay que estar bien asentado para desear semejante tipo de movilidad, lo cual es un elogio del juego. Y nuestro aprendizaje siempre comienza jugando. En cualquier caso, la impureza del caminar también lo hace valioso, a través de los pensamientos con que uno topa o los encuentros ya inevitables hasta para los peregrinos. O sobre todo para los peregrinos que representan en nuestra cultura el viaje espiritual.
“Si la vida misma se describe como un viaje, dicho viaje se suele imaginar como un viaje a pie”, dice Solnit. Quien también se refiere a la edad de oro del caminar, la misma que hoy mitificamos, “que comenzó a finales del siglo XVIII y, temo, expiró hace algunas décadas; una época caracterizada por la creación de lugares por donde caminar como por la consideración del caminar como un placer. Esa edad de oro brilló al máximo a comienzos del siglo XX”. Es en esa época, o en la idealización de esa época, que no comienza con ninguna fecha concreta ni, por supuesto, debemos dar por finalizada, en la que se concentra el ensayo de David Le Breton, Elogio del caminar (Siruela), otro libro clásico ya entre la familia de los rompesuelas. Le Breton comienza afirmando que caminar es vivir el cuerpo. Y para ello propone dicha actividad como algo propiamente humano, como una forma de dar sentido al mundo, de comprenderlo y compartirlo, como hizo el primer ser humano cuando se puso en pie y cambió la existencia. Así es como el hombre que comienza a caminar vuelve a transformar el mundo cada vez que da el primer paso. Entonces el mundo queda reducido a las proporciones del cuerpo, también en la escala temporal. También en la travesía por el silencio. Le Breton consigue definir ese silencio donde Stevenson o Hazlitt no acertaron: “El caminante está a la escucha del mundo”. El silencio es un filón moral que nos permitirá retomar el contacto con el mundo. El silencio es un “aliado a la belleza del paisaje”.
Aunque esté escrito a finales del siglo pasado, Le Breton no abandona la tradición de la mirada del caminante que defendieran Stevenson o Thoreau. Para él, caminar es una poda de todas las preocupaciones. La necesidad de orientarnos, de valorar esfuerzos, de afrontar el incesante desequilibrio de la Tierra, nos reduce a una esencia en la que somos una emoción antes que una idea: “una bienaventurada humildad ante el mundo”. “Me paré hoy en el camino para admirar cómo los árboles crecen sin premeditación, indiferentes al tiempo y a las circunstancias. No esperan, como hacen los hombres”, son palabras de Thoreau, escritas a vuelapluma en su diario, que exponen en concreto la hipótesis que en abstracto defiende Le Breton. “El panorama de estos bosques en flor me intoxica: esa es mi dieta”, expone Thoreau; o: “No podía permanecer sentado mientras soplaba el viento”; “todo paisaje me sería agradable, si se me asegurara que el cielo se extiende, como un arco, sobre un único héroe”; “¡Ah, querida naturaleza, el mero recuerdo de los bosques de pinos, después de haberlo brevemente olvidado! Vengo a ella como un hombre hambriento a una corteza de pan”; “el interés que tengo en el sol, en la luna, en la mañana, en la tarde, me lleva a la soledad”, son alguna de las citas que se pueden extraer de la lectura de los diarios y que suponen un avance de la teoría, romántica, de Le Breton quien, a su vez, aporta otra conclusión que firmaría su amigo del alma: “Así como la vida ordinaria es a menudo amnésica respecto a las cuestiones fundamentales –excepto cuando se enfrenta a la ausencia, a la enfermedad o a la muerte–, en el camino cada instante nos enfrenta a una continua interrogación basada en asuntos mínimos”. Pero ese amigo puede ser mucho más concluyente que el intelectual francés: “Más allá de vuestras leyes hay una pradera (…) No hay armonía entre un corredor de bolsa y la puesta de sol”.
Solnit, que reúne el romanticismo de uno, la inteligencia del otro, la curiosidad del tercero, la lectura de todos ellos, también defiende que si hay una historia del caminar, tiene que llegar allí donde el ocio está menguando, donde los cuerpos están en el interior de edificios. Caminar es un acto subversivo en este extraño y disparatado mundo, tan yermo y tan prosaico, hecho más para estar de paso que para ser vivido, que dijo Thoreau. El caminante solitario estaría en el mundo, pero aparte de él, es más que espectador, pero menos que participante. Y pone como ejemplo a John Muir, el pionero en considerar que caminar por el paisaje define la virtud de la defensa de la Tierra, que el caminante batalla contra la explotación económica del medio ambiente en nombre del progreso. Ese progreso, esa economía que nos ha transformado a todos en almas con problemas, eso que en la Edad Media se conocía como un alma errante. Le Breton da por supuesto que la cura es inalcanzable en tanto la sociedad exista bajo las premisas con que ahora tenemos que soportar, esas que toleran tan mal el vagabundeo como el silencio. Basta con reconocer el éxito de los televisores en la colonización del espacio familiar para hacer irrebatible este aserto.
“El caminar como una actividad cultural, como un placer, como un viaje o simplemente como un modo de moverse está decayendo y, al decaer, desaparece una relación antigua y profunda entre cuerpo, mundo e imaginación. Quizás se pueda imaginar el caminar como una ‘especie indicadora’, para usar un término propio de la ecología. Una especie indicadora refleja la salud de un ecosistema y su disminución o puesta en peligro puede ser una temprana señal de alerta de que sufre un problema sistémico. Caminar es una especie indicadora de varios tipos de libertades y placeres: tiempo libre, espacio libre y atractivo y cuerpos sin trabas”. Solnit no es optimista respecto al futuro de quien sana, aunque sea levemente, mientras camina. La falta de espacios y tiempos, la desaparición de los instantes reflexivos no planificados que han suscitado pensamientos y ensoñaciones, concluyen en la decadencia del caminar. “Las máquinas se han acelerado y las vidas les han seguido el ritmo”. Si algo caracteriza a la vida contemporánea es una neurosis con acento urbano. Solnit reivindica la lucha por el espacio libre, por la naturaleza e incluso por el espacio público, lo cual supone tanto como hacer apología de la insurrección. Una lucha que carece de sentido si no va acompañada de la lucha por el tiempo de ocio para recorrer dicho espacio. “De otro modo, la imaginación individual será allanada para montar en su planicie cadenas de tiendas que sacien el apetito consumista, agiten la delincuencia y provoquen las famosas crisis”.
viernes, 28 de abril de 2017
Jordi Tosas lee 'Luz en las grietas'
Igual que las palabras, cuando nacen, crean el silencio de la confusión, la memoria es un manto de niebla sobre el reflejo de nuestras vidas. Ricardo grita suavemente mientras pinta a trazos de un pincel de agujas las curvas de su vida. Que como las piedras de un pueblo abandonado de la sierra se resisten a las dentelladas del viento del puerto y los arañazos eternos de la hiedra.
Pero el destino no es un sueño y es el que nos llama por el nombre cuando estamos solos en el rellano de la escalera.
El autor es de aquellos hombres valientes que se visten día a día con la hoja del calendario para llevarse la vida puesta. De aquellos humildes y generosos que nos regalan su corazón desnudo en tinta.
"Luz en las grietas" es el viaje de un valiente, de uno de aquellos que encuentra un rayo de luna en el fondo de una callejuela una noche de tormenta. Un viaje por la vida a través de las montañas, de los libros, de la música, de las emociones. No diría que es un libro de viajes sino un libro de vida.
‘Las plumas’, de Salim Barakat
Las plumas
Salim Barakat
Traducción de Carolina Frías Ortiz y Almudena García Algarra
Navona
Barcelona, 2017
300 páginas
El listado de personajes, que aparece al principio, no a modo de glosario, comienza por Kurdistán. Es decir, el protagonista es un país que un tal Hamdi Azad puede demarcar. Pero Azad no es el segundo en la lista, sino su hijo, Mem, que, nos indica Salim Barakat (Mosisana, 1951), conquista la libertad. El hecho de entrar a la novela mediante la presentación de los personajes, y dado que no es una obra de teatro novelada, supone que este es el inicio de la obra. Porque, a la hora de la verdad, la secuencia y la dosificación, tal y como irán apareciendo posteriormente, no hacía necesario algo parecido al árbol genealógico de los Buendía. Las plumas es un personaje escenario, Kurdistán, que alguien puede demarcar, porque está lejos de donde se encuentra, pero justifica su vida. A su vez, esta persona tiene un hijo que conquista la realidad. Dado que Kurdistán es un estado que no existe, pero no así el país, un territorio que comparten varios estados, con su lengua y su cultura, con su historia y su personalidad, que un emigrante kurdo tenga un hijo que conquista la realidad, es tanto como decir que Mem, el hijo, padecerá la no existencia de su país. ¿Hasta qué punto supone la realidad un padecimiento? Para llegar hasta allí, hasta un final que no desvelaremos, debemos pasar previamente por lo que significa la búsqueda, fortuita o voluntaria, de esa realidad.
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jueves, 27 de abril de 2017
El solitario del desierto
Fuente: La línea del horizonte
Para Theodor Monod (Ruan, 1902 – Versalles, 2000), el desierto era la pureza. Paseaba al encuentro de los lugares más depurados del inmenso Sáhara, con menos rastrojos y más cielo, con un Nuevo Testamento debajo del brazo. Aspiraba a una comunión con el universo que sólo podía tener lugar en el silencio tan potente como suave de las dunas. Luego plasmaba en sus cuadernos impresiones con una delicadeza espontánea, que nos invita a comulgar con él. Por otra parte, Monod es al desierto algo así como Cousteau al océano: un gran naturalista. Monod es por excelencia el peregrino del desierto, porque el desierto es, para él, el espejo del universo. Y el universo es la vida. Y el mundo es la vida.
Ahora bien, ¿qué es el mundo? El mundo para los mortales que no heredamos el espíritu de anacoreta de los desiertos es pasar las de Caín y darte cuenta de que incluso esa sensación es un deleite, un estigma, una alta temperatura en el termómetro que mide la graduación de vivir. Asegurar que la soledad no siempre ha sido buena, porque en ocasiones uno se ha sentido aislado, por muy ermitaño que se haya despertado ese día. Y que al ver venir a la señora de la guadaña, sin más recursos que un poco de autoestima, seguir afirmando que prefiere eso, y además pasar por ahí solo, en sitios donde ningún andarín quiere poner la bota, no frenar en su empeño de defender que la verdadera contemplación sucede cuando no hay muchos observando a tu lado la misma puesta de sol. Y luego irse a dormir en unas condiciones penosas, dentro de una madriguera de coyote, donde uno se estira lo que puede, apoya la cabeza en el brazo, a modo de almohada… “Y padecí a través de la larguísima noche, humedad, frío, dolores, hambre, destrozado, soñando pesadillas claustrofóbicas. Fue una de las noches más felices de mi vida”.
A este hombre, Edward Abbey (Indiana, 1927 – Tucson, 1989) se le ha llamado el Thoreau del desierto con un acierto a medias. Sí, Abbey sentía por el desierto, en el que trabajaba como guarda de un parque nacional, la misma intensidad sublime que Thoreau por los bosques de Maine. El mismo amor. Pero Thoreau jamás dejó de pensar en los demás, de plantearse temas políticos –entendiendo como tales al gobierno de la polis griega–, de ser un filósofo en sus artículos. En cambio, Abbey, que escribía mucho peor, cuestión que carece de relevancia a la hora de leer este magnético El solitario del desierto, regresaba a su caravana rezando porque nada separe al hombre del mundo que le rodea. Rezando sin creer en ningún dios, porque rezar es algo lícito hasta para los ateos, y tomando al mundo que nos rodea por el mundo salvaje. Cuando habla de la belleza de los habitantes del desierto, no renuncia a que de ellos formen parte cautivadoras serpientes mortales, alacranes, termitas y cardos y cactus de la peor calaña. Y pasar hambre y sed, y saber que de perderte, has hecho un mal apaño con la ansiedad, porque el desierto no ofrece los recursos del bosque. Todo lo que habita el desierto se ha adaptado a lo más rudo y peligroso.
Este libro es, en definitiva, un rezo. Está atravesado por una espiritualidad muy rudimentaria, es decir, muy sincera. En una época en que los universitarios se reunían en Woodstock, cuando jóvenes movimientos sociales ponían sobre el tapete el debate conservacionista, el ecologismo, la reivindicación feminista, la defensa de las etnias y los pueblos minoritarios que estaban siendo arrasados por el capital, las protestas contra el armamento nuclear y las masacres en Asia, Abbey ya había resuelto todas las dudas. Él entiende que un amor idéntico al suyo por el suelo de arcilla y un cielo inseparable del viento se pueda sentir por el mar, la montaña o el río. En caso de no ser similar al suyo, al de John Muir, al de Thoreau, podríamos estar hablando de codicia. Pues hasta la codicia termina por deteriorar un sobreexplotado paraje agreste, austero, a veces barroco, sencillo, melancólico, desconcertante y, en ocasiones, simplemente inhabitable. Sin embargo, para Abbey hasta la presa comulga del mismo amor que el águila. Para expresarlo con términos semejantes a los que él utiliza, el Paraíso no tiene por qué ser un jardín. Cualquier enclave natural, salvaje y compensado es el Paraíso.
En el libro tienen cabida también los excursionistas, empresarios o cazadores que no supieron entender lo salvaje, un concepto de naturaleza leal que comparte con Gary Snyder. Y también ese lamento por la suerte de los indios navajos, arrojados al arroyo, condenados a cualquier forma de decadencia. El alcoholismo y la pose para el turista tienen en común la misma pérdida de dignidad. Abbey sabe que lucha una guerra perdida, pero no quiere largarse sin dejar testamento. Algo que también le iguala a Gary Snyder. De ahí este libro escrito con la misma textura que la película de Sam Peckinpah, La balada de Cable Hogue, posiblemente su obra maestra. Aunque lo prioritario, él mismo lo indica, no es la escritura, sino la paradójica elegía a algo que permanece con vida.
La literatura de montaña contra el mar
Fuente: La línea del horizonte
Todo empieza con el gran cachalote blanco.
A la hora de poner una fecha clave en la literatura del mar, esta sería mediados del siglo XIX, el año de publicación y divulgación de Moby Dick. Antes existieron los cuadernos de bitácora que Cristóbal Colón, Pigafettta, George Anson o el Capitán Cook, que tradujeron a un lenguaje narrativo los registros de navegación. Además de algunos cuentos de proezas, entre los que destaca la mitología del canto de Homero en La Odisea. Daniel Defoe o Washington Irving, Edgar Allan Poe o Nathaniel Hawthorne, incluso el propio Herman Melville, ya habían creado esferas literarias en las que el mar era tan contundente como la trama, el alma de los personajes o la culpa y la expiación. Sobre el mar literario ya habían regado sudor dioses guerreros, gorgonas y arpías a los que las cuerdas vocales les vibraban con música de violín. Pero es Herman Melville quien hace del mar una literatura psicológica, en la que la metamorfosis que sufre el lector, durante la inmersión en el texto, es como la cuerda de un arco que se tensa con la respiración contenida. Hasta que esa representación de la lucha del bien contra el mal o, para ser más excatos, del mal contra el mal, acribilla el diafragma, y cuando queremos darnos cuenta, la novela nos ha dejado alborotados y con un matiz de sal pegado al paladar.
Ese tipo de trasformación, semejante a la que sucede durante la lectura de Moby Dick, pasa a formar parte de nuestro imaginario cuando escritores posteriores crean obras en las que el mar y sólo el mar es el escenario en el que puede ocurrir que el infierno de la conciencia azote a un marino joven, con ansias de heroísmo, hasta que se pudra de culpa, como se pudrió Lord Jim. Aunque en esta novela de Conrad la mayor parte de la acción tenga lugar sobre tierra firme, es el mar, el maldito mar, el que impone su temperamento. La línea de sombra o El final de la soga son otras obras maestras que solo pudieron suceder en el mar. Como el relato de viajes En los mares del Sur, de Robert Louis Stevenson, o su mejor novela, Los traficantes de naufragios, pues el naufragio es también un acontecimiento exclusivo del mar, y una metáfora que entendemos en cualquier acontecimiento y en psiquiatría. En ficción o con testimonios personales, la literatura del mar se reconoce ya como un género literario, aunque para ello cuente con la ayuda de fenómenos geográficos que vinculamos al mar, porque necesitan de él para reconocerse, como son las islas, la playa o la costa. De hecho, navegar de costa a costa para relacionarse con otras culturas, bien lo supieron los fenicios, es algo que sucedió mucho antes que atravesar cordilleras.
Cuando ya creíamos que no cabía más que repetirse en la literatura del mar, o eso o ver las puestas de sol sobre el océano con alma de marinero en tierra, aparece William Finnegan (Nueva York, 1952) y, con su libro Años salvajes,nos dice que la ola es el mayor de los mitos del mar. Si teníamos a la práctica del surf como un deporte californiano y que los australianos, con cuerpos de la clásica estatuaria griega, practican en las olas del Pacífico, Finnegan viene a entonar una elegía: el surf no es el ritmo de los Beach Boys, los cuerpos bronceados, la embriaguez acrobática o la presunción de ser el campeón del mundo bajo túneles de olas de ocho metros. El surf que Finnegan vivió, del que apenas queda un aliento, es la convivencia íntima con el mar, la contracultura que creyó en el espíritu de Gaia, y que buscó los paraísos perdidos en las playas donde el edificio más próximo era un tenderete con techo de hojas de palma bajo el que dormía la familia de un pescador. El surf era una utopía muy pura sobre mares vírgenes, donde uno se embriagaba con su música interior. A eso suele llamarse libertad, y la libertad es necesaria para que aparezca la felicidad que sugiere el viento en el rostro. Finnegan y sus amigos se sumaron a eso que Gary Snyder llamaba la práctica de lo salvaje. Eran esa bohemia llena de energía que traducía en actos la metáfora del mar como Edén donde pasar los inviernos, los inviernos cronológicos y los inviernos sentimentales. En Años salvajes, Finnegan da cuenta de un tiempo en el que se arriesgó a vivir, cuando el surf era otra sintonía para meditar. Y ese encuentro siempre se produce con un toque perfecto de soledad, el que se precisa para observar, ser y actuar. Años salvajes es un libro intenso, hasta el punto de que resulta complicado reconocer eso que verdaderamente subyace entre cada línea: el anhelo por la belleza interior. Y uno apostaría a que se trata de la mejor literatura del mar en las últimas décadas.
En los mismos años en que William Finnegan recorría medio planeta con los bolsillos vacíos, en esos años en que los estudiantes de París buscaban la playa bajos los adoquines de las calles o los conciertos de Joan Baez y Bob Dylan llenaban las praderas, otros leyeron en las paredes de las montañas lo mismo que Finnegan leía en las olas y en las mareas. El valle de Yosemite se colmó de escaladores, al tiempo que algún despistado hombre curtido en la montaña quiso ascender las grandes cumbres del Himalaya… en solitario. Es entonces, a raíz de las expediciones al Himalaya, y las escaladas al Capitán, cuando se comienza a fraguar la idea de que podría existir una literatura de montaña. La mayor diferencia que existe entre ésta y la literatura del mar, es que para dar con ejemplos anteriores de literatura de montaña uno tendría que remitirse a cuentos como los de Clarín y su Adiós, cordera. O eso, o no existe la ficción literaria de montaña. No ha cantado ningún Virgilio ni pervive una obra descomunal como Moby Dick. El equivalente a la narrativa de Joseph Conrad sería Roger Frisson-Roché, quien escribiría sus novelas en los años cuarenta y con una calidad más próxima a la de Enyd Blyton que al autor polaco. Existen, eso sí, algunos testimonios de viaje atravesando grandes cordilleras y el glaciar de Baltoro, como los de Francis Younghusband, de quien hace poco se publicó el extraordinario Por el Himalaya, donde refleja unos viajes estremecedores que, sin cartografía ni material específico de montaña, le llevaron a atravesar las montañas más altas del planeta, en canal, entre 1886 y 1889.
En otras palabras, la literatura de montaña, que podría tener un peso semejante a la literatura del mar o a la literatura urbana, está en todavía por nacer. Y entre quienes profesan la religión de la montaña existe una gula tremenda pidiendo que brote. Cabe hacer un canon con los mejores libros de montaña de los últimos cincuenta años, desde casi toda la obra de Joe Simpson hasta el trabajo periodístico de María Coffey. Podríamos incluir a Reinhold Messner, también, pero todos esos libros no dejan de pertenecer a la crónica, a la literatura de carácter biográfico. Al parecer, quien busque leer literatura de montaña o se atiene a eso, o se va a dar un paseo por los ejidos. O decide ampliar el espectro e incluir los ensayos de Eduardo Martínez de Pisón y La lluvia amarilla, con permiso de Julio Llamazares, pues no da la impresión de que él pensara que estaba escribiendo literatura de montaña mientras redactaba esa despedida. La última gran incorporación en España a la literatura de montaña la protagoniza Bernadette McDonald (Canadá, 1951), de la misma generación que William Finnegan. Pero, a diferencia de este, que vivía el mar en carne cruda, McDonald siente la montaña a través de la literatura. Hace poco publicó Escaladores de la libertad, un repaso de la vida de los potentísimos escaladores polacos que en los años ochenta reventaron el mundo del alpinismo.
Ahora nos llega Guerreros alpinos. La historia heroica del alpinismo esloveno, una mirada atractiva hacia la escuela de montañeros de un pequeño país que ha dado a creativos himalayistas, y también a algunos de los más polémicos. En Guerreros alpinos la permeable membrana que comunica la belleza con el terror está presente en cada párrafo. Existe en Eslovenia una Biblia de la montaña, Pot, que traducido al castellano sería algo parecido a La ruta, escrita por uno de los pioneros, Nejc Zaplotnik, y, según la tesis de McDonald, define el carisma y el orgullo de todos ellos. Hay cierta inocencia en sus proyectos, definida en Pot, la misma que es necesaria para hacer de alguien un hombre libre: privados de su vocación, su cuerpo no contendría más vida que una vacía crisálida seca, la mariposa habría volado con la defunción de la adolescencia. McDonald indaga, pues, en las versiones de humanidad de cada uno de ellos, de Tomo Cesen o de Tomaz Humar. Y lo hace, al igual que Finnegan, con un tono casi de elegía, pues protagonizaron la ilusión en un mundo que se ha ido al garete por culpa de la competición y las expediciones comerciales.
Escritores como Joseph Conrad o Robert Louis Stevenson certifican la existencia de una literatura del mar. Pero, ¿quién es el Herman Melville de la literatura de montaña? La literatura de montaña, que podría tener un peso semejante a la literatura del mar, está todavía en pañales.
La pregunta, ahora, es si deberíamos rendirnos y dar por liquidado el género de literatura de montaña antes de que haya fraguado. De la del mar no tenemos duda: existe, y siguen surgiendo aportaciones, como En el corazón del mar, de Nathaniel Philbrick, quien nos narra la aventura en la que se inspiró Melville para crear su Moby Dyck. Pero hay una editorial empeñada en darle un nuevo empujón a la literatura de montaña sin darse cuenta. Errata Naturae ha diseñado la colección Libros salvajes, dedicada a actualizar la definición de salvaje de Henry David Thoreau. Y entre sus títulos sí se encuentran algunos en los que la naturaleza se identifica con la montaña: Mis años Grizzlies, Un año en los bosques y la reciente Leñador pertenecen a esa categoría. Leñador está estructurado con el aspecto de un glosario en el que Mike Wilson, término a término, da buena cuenta de un mundo al que se exilió por propia iniciativa, y que uno ya creía extinto: los leñadores de las montañas de Yukón. Una estirpe de supervivientes que desafían al territorio, unos tipos rudos y sucios que se encaran con el mito del Beatus Ille, pues para vivir en armonía con la naturaleza tienen que inventar recursos con lo que ofrece un ambiente al que calificar de inhóspito sería utilizar un eufemismo. Su contacto con la montaña es pura acción contra los elementos. Y si seguimos la lectura, encontramos que, efectivamente, viven en la montaña: desde la ventana del altillo de la cabaña de troncos donde se amontonan se ve la cordillera, el río baja con fuerza suficiente como para que el transporte de troncos en almadías sea muy peligroso, el viento desciende desde las cimas como aullidos de lobo, el agua entra en ebullición a noventa grados, utilizan agua de los manantiales de Mount Logan, la montaña más alta de Canadá, e incluso asisten atónitos al espectáculo de alpinistas franceses que acuden a ese entorno para congelarse escalando en hielo. Al contrario que estos alpinistas, los leñadores siguen vistiendo ropa de algodón y lana, calzando botas de cuero, protegiéndose de las inclemencias con la barba o manteniendo supersticiones.
Wilson entra en el género de literatura de montaña, de naturaleza, pero de naturaleza de montaña, como muchas de las páginas de John Muir, como si se preparara para elaborar el guion de una serie documental, con una erudición impropia del rudo solitario. No se le escapa lo que es propio de las montañas del inhóspito Yukón ni en la astrología, la apicultura, la botánica, la etnología, la climatología, la geografía, la historia ni la psicología de una variedad de leñadores de procedencias tan dispares como insólitas. Pero tanto los indios navajos como los escandinavos, los canadienses como los que no poseen pasaporte, se mantienen tan unidos como si se tratara de una secta: anclados en la tradición de los leñadores que se remonta a la época de los buscadores de oro, y relacionándose con las montañas con la dureza exigida, sí, pero manteniendo unas leyes que constituyen, a ojos vista, una auténtica ceremonia. Tal vez este tipo de experiencias, verdaderas o falsarias, falsamente auténticas, sean las que precisa la literatura de montaña para ensanchar, para condensarse como se condensa la literatura del mar. Sólo hace falta que no pensemos en la montaña como territorio exclusivo del alpinismo. Mientras tanto, seguiremos esperando que una novela tan extraordinaria como En solitario, de James Salter, iguale a la leyenda de Moby Dick, o a que aparezca su Joseph Conrad.